De actuar con prepotencia calificó un funcionario del Gobierno a un canal de televisión por haber protestado ante la imposición de transmitir un programa producido en un medio gubernamental. De prepotente calificará mañana ese mismo funcionario a un diario independiente si protesta porque se lo obliga a llenar su página editorial con artículos de uno de los periódicos oficiales. Y de prepotente, si una radio no transmite una entrevista realizada a alguien cuya voz es grata para el Gobierno.

La prepotencia, en esta hora de tergiversaciones y absurdos, es –según el revolucionario lenguaje del régimen– no acatar ciegamente los dictámenes que salen de los estamentos públicos, que deben ser obedecidos ante las amenazas de sanciones que, afiladas en los talleres de la obsecuencia, caen desde lo alto como una guillotina.

Prepotentes son, entonces, todos quienes no asumen la palabra oficial como una ley, cuyo dictamen resulta obligatorio. El funcionario público ha arrumado en el cajón su rol de servidor y lo ha cambiado por el de usufructuario de los derechos que emanan de su cargo, el principal de los cuales es mandar.

Y así mandan. Mandan lo que hay que escribir y lo que no. Lo que hay que pensar y lo que no. Lo que hay que leer y lo que no. Lo que hay que ver y lo que no. Lo que hay que decir y lo que no. ¡Y pobre de aquel que se atreva a alzar cabeza!

¿Dónde entonces está la prepotencia? ¿En aquel que cuestiona o en aquel que, creyéndose dueño de la verdad absoluta, por sí y ante sí manda, prohíbe o permite? ¿Dónde está la prepotencia? ¿Está en aquel que emite una opinión o en aquel que lo somete al escarnio valiéndose de los medios públicos, sin posibilidad alguna de defensa?

¿Dónde está la prepotencia? ¿Dónde, si quienes detentan el poder han creado un obeso y poderoso aparato que impide que alguien se atreva a contradecir la palabra oficial, peor si esta es pronunciada por el excelentísimo señor presidente de la República, cuya voz pone a temblar a legisladores, jueces y fiscales?

¿Dónde está la prepotencia? ¿Dónde, si el ciudadano común mira con una sorna no exenta de desprecio el paso de una caravana que custodia a un ministrito de los tanto que hay, como si allí fuera un rey, de los que ya no hay?

¿Dónde está la prepotencia si cualquier espacio radial o televisivo es sistemáticamente interrumpido por cadenas oficiales en que se menosprecia la palabra de los otros para remarcar que la única verdad es la del Gobierno y la de sus conmilitones?

¿Dónde, si a quien revela un acto de corrupción se lo persigue aduciendo falta de pruebas y, en cambio, a la prensa independiente se la califica de corrupta y de corruptos a quienes allí escriben sin otras pruebas que las emanadas del desprecio al pensamiento ajeno, la malquerencia y el odio?

¿Dónde, ilustres panegiristas de regímenes totalitarios, militantes de una doctrina que sostiene la vigencia de un Estado sin división de poderes, temblorosos siervos de un mandamás indefinido, dónde –digo– está la prepotencia?