Cuando Guido Moreno, periodista de las Escuelas Radiofónicas Populares del Ecuador, abordó la muerte de tres niños indígenas sepultados por cientos de metros cúbicos de basura en un mercado de Riobamba –fueron expulsados de un albergue y se refugiaron en un contenedor, acosados por el frío y la delincuencia–, utilizó su mejor arma: la palabra exacta.

Con dignidad contó una crónica precisa, minuciosa, sentipensante. No se extralimitó. Ni sensacionalismo, ni objetividad. Solo relato. Un relato que conmovió –que conmueve–, que moviliza, que anuda la garganta y al que tituló ‘Muerte en la basura’. Ni más, ni menos.

Aquel relato ha sido considerado, por la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), como una de las mejores producciones periodísticas en radio; Moreno recibió un premio continental de manos de Gabriel García Márquez.

Hace poco, en un taller con universitarios, Guido removió los episodios con los que armó, hace casi una década, esa pieza periodística. Y compartió su secreto: la mejor arma del periodista es la palabra exacta.

Por eso, ‘Muerte en la basura’ sigue golpeando a la conciencia, ablandando la indiferencia, motivando la reflexión, movilizando la razón, avergonzando la indolencia. Porque la palabra tiene fuerza. Vive. Provoca. Evoca. Descubre, define, describe. Presagia. Seduce. Allí radica su fuerza.

La palabra es nuestra víctima, y somos víctimas de ella. La sometemos a nuestras desmesuras o la abandonamos en nuestras indolencias.

Entre esos extremos se han movido dos hechos ocurridos esta semana: los resultados de un partido de fútbol y las consecuencias del bombardeo israelí en la Franja de Gaza.

En el primer caso, la desmesura. Magnificamos una derrota con telúricos términos como conmoción, humillación, desgracia, paliza, vergonzosa… y pretendemos convencernos de que esta actividad millonariamente lúdica o lúdicamente millonaria es importante en nuestras vidas, determinante en nuestras decisiones, fundamental en nuestras conciencias.

Una pérdida que provocó lágrimas, evidenciada como una “catástrofe planetaria”. Al mismo tiempo la indolencia: el bombardeo en Gaza, presentada en la agenda como un capítulo más, tan lejano como esa confusión que tenemos entre la ficción y el horror de los señores de la guerra: siete niños muertos en un bombardeo; un niño muerto por cada gol que recibió Brasil en la copa.

Para entender los efectos de la guerra, las reflexiones del fotoperiodista James Natchwey: “Si todos pudieran ver por sí mismos, por lo menos una vez, cómo le deja el fósforo blanco la cara a un niño, el inexpresable dolor que causa un solo disparo, o cómo la esquirla de un obús le arranca la pierna a una persona… Si todos pudieran ver por sí mismos el miedo y el pesar, solo una vez, comprenderían que nada justifica que eso le ocurra a una persona, y mucho menos a miles.

“Pero todo el mundo no puede ir, y es por eso que van los fotógrafos, para mostrar, para hacer que lo que pasa allí llegue a su fin, para llamar la atención sobre ello. Para crear imágenes impactantes que contrarresten el efecto de los medios y acaben con la indiferencia. Para protestar y, con esa protesta, hacer que otros también protesten”.

Una reflexión como para no devaluar la palabra.