En un reciente artículo del New Yorker, Elisabeth Kolbert recuerda que Keynes había previsto que conforme las sociedades se volvían más ricas, destinarían más tiempo al ocio y el tiempo libre. Esto sería el resultado de los grandes avances tecnológicos que significaba menor tiempo para producir los bienes que requerimos para vivir. Pensaba él que cuando sus nietos fuesen mayores, serían necesarias apenas tres horas de trabajo diarias. Obviamente, esto no ocurrió, por el contrario, hoy trabajamos bastante más, especialmente si vivimos en las ciudades y creemos tener un puesto importante.

La velocidad con que transcurre el tiempo es diferente, más allá de la duración cronológica que tiene un minuto o una hora, dependiendo de a qué nos dedicamos, dónde vivimos o la edad que tenemos. Vienen a mi memoria las zonas rurales, las dimensiones de tiempo y distancia varían muchísimo y se usan formas de medición propias: “tras la colina”, “a la vuelta”, “ya mismo”.

Otra dimensión del tiempo que tiene características diferentes de acuerdo con el lugar o el sector social al que usted pertenece es la distinción entre tiempos de trabajo y de ocio. En la ciudad, los tiempos de trabajo son aquellos que pasa usted en su oficina, fábrica o establecimiento comercial. En la mayor parte de casos ese tiempo es medido por un reloj o más recientemente lectores de huella digital, de lo que dependerá su pago, horas extras o llamados de atención. El tiempo de ocio transcurre fuera de ese tiempo, es el de casa, en familia, de descanso, deporte o en una sala de cine. ¿Pero es eso así? Lo cierto es que el celular inteligente, la computadora portátil y la internet hacen esa distinción más brumosa, uno sigue trabajando, incluso cuando está en casa y pocos se atreven realmente a desconectarse. Todavía recuerdo a un alto funcionario que no iba al baño sin su celular por temor a que lo llamara el presidente.

Estudios recientes señalan que mientras más se acerca uno a la élite económica, política, gremial o social, el tiempo disponible para el ocio es menor, se reduce al momento del sueño propiamente dicho y en algunos casos al domingo. Un alto ejecutivo está permanentemente conectado no solo a su entorno empresarial inmediato, sino a mercados con los que se relacionan, muchas veces, a miles de kilómetros. Un político importante, presidente, asambleísta o ministro casi no dispone de tiempo para el ocio o para la familia: viajan, se reúnen, tienen sesiones sobre temas importantes, se mantienen al tanto de todo lo que pueden. Unos y otros siempre se quejan de lo abrumados que están. El estar ocupadísimos es cuestión de estatus, en uno y otro caso. El consumo, el ejercicio del poder vuelven estas conductas casi imposibles de parar, mientras más lo hacen, más tiempo necesitan dedicar a la política o al trabajo.

La evolución reciente de esta forma de vida de la élite política en nuestro país es que no contentos con sacrificar sus propios momentos de ocio, presionan sobre el tiempo libre de los ciudadanos, mediante cadenas, sabatinas y comunicaciones de diverso tipo. La política termina introduciéndose en la vida de cada ciudadano, acostumbrándonos a un consumo de comunicación que nos condiciona. Hasta que uno se revela y cambia de estación o apaga el medio que lo transmite a favor de tiempo de calidad.