La segunda edición de Cien años de soledad apareció en Buenos Aires en junio de 1967 con portada de Vicente Rojo. En ese diseño la palabra SOLEDAD del título traía la letra E al revés, lo que propició inacabables interpretaciones acerca de qué significaba aquello. Gerald Martin, considerado un “biógrafo tolerado”, señaló que esa portada con una E invertida provocó que un librero de Guayaquil protestara por haber recibido una copia defectuosa que había debido corregir a mano para evitar que sus clientes se quejaran. Apócrifa o no, esta anécdota es uno más de los desafueros que ha generado la escritura de Gabriel García Márquez.
Si no me equivoco, el escritor colombiano nunca pisó suelo ecuatoriano. A Cristóbal Garcés Larrea le comentó que si venía al Ecuador quería poner un pie en el hemisferio norte y otro en el sur. Cuando recibió el Premio Nobel en 1982 aludió dos veces al Ecuador: para ejemplificar la demencia del poder, relató que Gabriel García Moreno fue “velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla presidencial”; y para denunciar “dos desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos” que segaron las vidas de Jaime Roldós y Omar Torrijos, tildó “de corazón generoso” al presidente Roldós.
Las conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza, recogidas en El olor de la guayaba (1982), explicaron algo curioso: lo que escribía García Márquez no era realismo mágico, sino la descripción más apegada a la realidad: el hechizo de su arte consistía en narrar utilizando el método de su abuela: contar las cosas más atroces sin conmoverse: “esa manera imperturbable y esa riqueza de imágenes era lo que más contribuía a la verosimilitud de sus historias”. Y la afirmación contundente que sigue esclarece o confunde todo: “No hay en mis novelas una línea que no esté basada en la realidad”.
En Vivir para contarla (2002), sus memorias, reconocimos que la exageración a él atribuida era un dictado de la realidad, no de la fantasía. Así nos enteramos de que el pueblo de su niñez estaba “a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”. O que su abuelo “pasaba sus horas mejores fabricando los pescaditos de oro de cuerpo articulado y minúsculos ojos de esmeraldas”. O que él vio “las setenta bacinicas que compraron mis abuelos cuando mi madre invitó a sus compañeras de curso a pasar vacaciones en la casa”.
Según García Márquez, el trabajo literario es el oficio más solitario del mundo; del periodismo dijo que es el mejor oficio del mundo. Se enorgullecía de haber sido el mejor amigo de sus amigos. Para protegerse del envanecimiento, cuando presintió la fama, se armó de razones para reírse de sí mismo y afirmar que no sabía lo que era la literatura: “El mundo sería igual sin ella”. Lo que siempre supo este colombiano errante y nostálgico, como se calificó, fue reconocer con humildad sus orígenes: “Nunca, en ninguna circunstancia, he olvidado que en la verdad de mi alma no soy nadie más ni seré nadie más que uno de los dieciséis hijos del telegrafista de Aracataca”.