Recientemente, activistas han solicitado que la Superintendencia de Comunicación “regule” el contenido de algunas comedias de televisión por encontrarlas ofensivas. Declaran que no buscan que estos programas desaparezcan, sino más bien garantizarnos a todos “risibilidad de calidad”. Lo paradójico es que estas personas mientras que no quieren que les digan a quién amar, quieren decirnos al resto cómo y de qué reírnos.

En Perú, el arzobispo de Lima, Juan Luis Cipriani, hace poco propuso someter a referéndum el reconocimiento del matrimonio o la unión civil entre personas del mismo sexo. Para Cipriani, está bien que si una mayoría religiosa considera algo inmoral, esté en capacidad de imponerle su moral a toda la sociedad.

A principios de este mes en EE.UU., Brendan Eich, el director ejecutivo de Mozilla, tuvo que renunciar bajo la presión que se suscitó luego de que se revelara que hizo una donación en el 2008 a la campaña en contra del reconocimiento del matrimonio homosexual en California. Considerando que no hay evidencia de que Eich creía en o practicaba discriminación en contra de homosexuales en su empresa, un grupo de más de 50 académicos de ese país –que están de acuerdo en lograr la igualdad ante la ley para todas las parejas– se preguntó: “¿Acaso la oposición al matrimonio homosexual por sí sola, expresada en una campaña política, está fuera del discurso tolerable en una sociedad libre?”. Estos académicos resaltaron en una declaración pública la importancia de tener tanto la libertad para elegir con quién casarse así como también la libertad para expresarse de aquellos que no estarían de acuerdo con el matrimonio homosexual.

Estos tres casos tienen en común el impulso iliberal de algunos grupos que con la excusa de defender algún “derecho colectivo” pretenden imponer su moral a toda la sociedad, violando así los derechos individuales de los demás. Recurren a la coacción del Estado en lugar de usar la mejor herramienta que tienen las minorías: la persuasión y la garantía de la igualdad ante la ley.

Quienes no han podido controlar sus impulsos iliberales deberían recordar la historia del progreso de la libertad para diversas minorías en Occidente. Fue en Inglaterra donde más se habían difundido las ideas del respeto a la propiedad privada, al principio de que todos deben ser tratados con igualdad ante la ley, donde surgió el primer movimiento abolicionista. Luego fue ese mismo país el primero en prohibir el comercio de esclavos, propagando así por todo el orbe el principio del fin de la esclavitud. Pero todo se hizo en nombre de defender los derechos individuales, defensa que no requiere violar los derechos de otros.

El derecho individual de expresarse es lo que permitió que alrededor del mundo se iniciara la discusión acerca de los derechos de la minoría GLBTI. Asimismo, fue el derecho individual a la libertad de culto –un derecho estrechamente relacionado con el de expresarse– el que permitió que el cristianismo pasara de ser una religión minoritaria a ser la religión mayoritaria que es hoy.

Sería una desafortunada traición, por parte de algunos miembros de estos grupos, volcarse en el siglo XXI contra los principios liberales que les permitieron a sus respectivos colectivos gozar hoy de un respeto a sus derechos, que nunca antes había presenciado la humanidad.