La Unesco resolvió que el 23 de abril de cada año se celebrara el Día Mundial del Libro como un homenaje a esos dos gigantes de la literatura en lengua española e inglesa, Miguel de Cervantes y William Shakespeare, ambos fallecidos –por esas coincidencias extrañas del destino, si acaso existe– en la misma fecha.

Nunca serán suficientes todos los esfuerzos que hagan el Estado y las instituciones privadas apasionadas por las letras para estimular y facilitar la lectura en todos los ámbitos de la vida ciudadana, que debe comenzar, por supuesto, con la superación del analfabetismo funcional para que quien lee comprenda a plenitud las palabras impresas que llegan a sus manos, comenzando por un periódico o una revista para terminar con un libro.

No creo invadir los predios de la especialidad de mi colega de página Cecilia Ansaldo –mi alumna destacada en la secundaria cuando este columnista ejercía de profesor caminando por la década de la veintena de años– al afirmar que lo mejor de la lectura es el deleite de los sentidos, además del aprendizaje interminable sobre el mundo y el hombre. Muchas son las personas que han coincidido al decir de la lectura que es la mejor herramienta al servicio del cerebro, el más complejo y perfecto aparato jamás fabricado, con un número de neuronas que compite con las estrellas de la galaxia.

Supongo que no existen estadísticas confiables acerca del porcentaje de gente adulta que lee en el Ecuador, por placer y no por obligación, y en consecuencia si esa tendencia o costumbre aumenta al ritmo del crecimiento poblacional o disminuye, ni si se eleva o decrece la venta de libros ni el número de lectores por cada ejemplar, para con el conocimiento de esos datos tener una idea más cercana del tema, que se completaría al saber cuánta gente acude a las bibliotecas allí donde las haya y cuánta otra solo lee lo que aparece en internet, que presumo debe ser una cifra baja en relación con todo lo que se publica, pues soy de los que creen que falta bastante –a pesar de la pasión de las nuevas generaciones por lo digital– para que desaparezca el libro impreso con todas las delicias que implica acariciar su lomo y olfatear sus páginas. Las cifras a las que me refiero servirían de mucho al Estado –especialmente a los ministerios de Educación y de Cultura– para diseñar y ejecutar las políticas públicas sobre la difusión de la lectura y el estímulo a la cultura a través del hábito de leer (y aprender).

La ocasión se presta para repetir que “desde que comenzamos a contar historias el mundo es menos duro” y más imaginativo y rico, lleno de enormes enseñanzas y de maravillosas fantasías como las célebres mariposas amarillas del colombiano ilustre de modesto origen que alcanzó la cumbre literaria y que acaba de alejarse definitivamente de Aracataca y de la rivera caribeña, tan cercano a nosotros como todo lo que proviene de ese país, y más todavía por el contenido deslumbrante de sus libros, algunos de los cuales reflejan el carácter chispeante y tropical de una buena parte del continente.