“Hay una bomba americana oculta en su jardín, Herr Dietrich”, estalló la noticia en los oídos del alemán de 64 años, residente en la ciudad de Oranienburg, cerca de Berlín. Días más tarde, el 21 de noviembre de 2013, su jardín se había convertido en un cráter y la mitad de su casa había volado en pedazos. Hace 20 años, Herr Dietrich había comprado la parcela donde todavía se alzaba la barraca militar que convirtió en su hogar. Oranienburg, Alemania: hasta 1990 se habían desactivado o detonado allí 200 proyectiles, residuos de los bombardeos aéreos durante la Segunda Guerra Mundial; desde la Reunificación, la de Herr Dietrich era la bomba número 176 que se tuvo que desmontar o detonar; los expertos calculan que otras 324 bombas más yacen ocultas en esta ciudad vecina al campo de concentración de Sachsenhausen.

La Administración Federal de Alemania asume exclusivamente los costos de desactivación o detonación controlada de bombas “alemanas”, o los daños causados por su explosión imprevista, en suelo alemán. Según la grotesca lógica de dicha legislación, las bombas americanas o inglesas no son responsabilidad suya. De más está decir que encontrar bombas alemanas en Alemania es una rareza: la Luftwaffe no solía bombardear su propio territorio. Atacó, eso sí, inmisericordemente a Inglaterra. Por dar un ejemplo, en 1940 bombardearon Londres durante 57 noches consecutivas, destruyendo 40 mil vidas civiles y un millón de viviendas.

Al otro lado de la orilla, 1,4 millones de toneladas de explosivos llovieron sobre Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. Los bombarderos arrojaban primero proyectiles explosivos, que reventaban los techos. Entonces caían del cielo las bombas incendiarias, que envolvían en fuego los corazones de fábricas, puertos, oficinas y hogares. A Hamburgo la destruyeron 107 mil bombas explosivas de alto calibre, 300 mil bombas de fósforo y 3 millones de bombas incendiarias. Se calcula que escondidas en esta ciudad esperan todavía 3 mil bombas no detonadas.

¿Bombas “fallidas”? En la mayoría de casos se trata de proyectiles de acción retardada, provistos de un mecanismo químico-mecánico que difería su explosión. Así, maligna, pérfidamente, se tomaba desprevenidos a quienes todavía temblando salían de los refugios antiaéreos pensando que el peligro había pasado. Pero ahí estaba la bomba, paciente, contando las horas y días que le faltaban para reventar dispersando en astillas esos cuerpos que un segundo atrás todavía eran mujeres, niños, hombres, gatos, perros, sillas y mesas, contundentes edificios de concreto y ladrillo. Cada cosa, cada vida se revelaba en cuestión de segundos en su desoladora fragilidad.

Una bomba de detonación retardada lleva el percutor protegido por varias capas de celuloide sobre las cuales se halla una ampolla cargada de acetona. Con el impacto de la bomba en tierra la acetona se riega sobre el celuloide y empieza lentamente a corroerlo. Una vez destruido el celuloide que traba el mecanismo del percutor, la bomba estalla. Dependiendo de la cantidad de capas y su espesor, la explosión sucedía entre 2 horas y 6 días tras la caída de la bomba. Pero el mecanismo no era infalible y dependía mucho de la posición y superficie de caída. Miles de bombas no explotaron, se quedaron allí, en medio del campo ocultas entre arbustos, o en medio de la ciudad, enterradas vivas al fondo de huecos rellenos de basura y escombros. Paisaje después de la batalla: al fin de la Segunda Guerra Mundial, las ciudades alemanas parecían desiertos lunares sembrados de cráteres y atravesados por cordilleras de escombros.

Todo extranjero que aterriza en Alemania se enfrenta tarde o temprano al hecho de que las llamas de la guerra aún no se han extinguido. En cada esquina un rastro, en cada mirada un recuerdo. El dolor y la muerte continúan aquí. Entre los alemanes, entre los migrantes que hemos decidido unir nuestros destinos al destino de este país, todavía viven las bombas, en carne y hueso o como fantasmas (odios peligrosos, alimentándose de los escombros de la guerra).

A cualquiera puede pasarle que un día, en lugar de llegar a la escuela donde aprende alemán, termine estrellándose contra esta realidad. Kilómetros enteros de calles evacuadas y acordonadas. Incrédulos escuchamos la razón: han encontrado una bomba. Policía, bomberos, el equipo de técnicos especialistas en desactivación de explosivos, las ambulancias en caso de que fracasen. En el 2010, en Göttingen, una bomba de 500 kg borró del planeta a tres expertos que intentaban desactivarla.

Pero a veces las bombas no detonadas se niegan a esperar resignadas a que un equipo profesional las desentierre y las ponga bajo control. Un golpe más o menos fuerte basta para hacerlas estallar (en ciertas zonas de Hamburgo está prohibido siquiera clavar estacas para armar una carpa). En 1994 en Berlín, 3 obreros murieron asesinados por una bomba que acechaba al fondo de una zanja: 17 personas sufrieron heridas graves. En 1998, la vibración causada por un autobús activó en Göttingen un proyectil: 2 heridos. En 2006, en una construcción, la cuchilla de una fresadora hizo detonar una bomba de 250 kg: un muerto y 2 heridos. En 2010 se encontró en Koblenz una “Blockbuster” de 1,8 toneladas: para desactivarla se evacuó a más de 45 mil personas. Hace unos meses, una pala mecánica activó un proyectil enterrado: un muerto y 13 heridos.

Se cree que acechando en el subsuelo alemán se ocultan todavía unas 100 mil bombas no detonadas. Entre ruinas y huecos hoy invisibles, en ciclovías, jardines y parques, allí están, esperando ciegas y silenciosas bajo sus cascos oxidados.

A cualquiera puede pasarle que un día, en lugar de llegar a la escuela donde aprende alemán, termine estrellándose contra esta realidad. Kilómetros enteros de calles evacuadas y acordonadas. Incrédulos escuchamos la razón: han encontrado una bomba.