“Gabo, sin ti la vida nunca será la misma”.

La trágica frase, una de las cientos de miles que aparecieron en redes sociales la tarde del 17 de abril, fue la reacción automática de alguien que, con seguridad, sentía irse un poco de sí misma con la muerte del escritor colombiano Gabriel García Márquez, Premio Nobel de Literatura.

Lo ama, me dije. Ha exagerado, reflexioné. El Gabo somos nosotros, concluí. El “trino” fue sintomático: muchos se desmoronaban, se sumían en la imposibilidad de razonar y entender el dolor, la ausencia, el vacío de ese nombre –de seguro, en varios de ellos no habrá pasado de ser nada más que un nombre– que pertenecía a un escritor que en vida habrá publicado bastante y en cuya memoria había que decir o sentir algo, para parecer más inteligente. O ser menos bruto.

Esa interacción resumía todo el agobio que provocaba la imposibilidad de no comprender la muerte. El tránsito. De no comprender nada. Por eso se justificaba la dimensión épica, grandilocuente, hiperbólica que alcanzaban las reacciones por la ausencia –ahora sí definitiva, tremenda, fatal– de alguien a quien no habían visto nunca.

Los homenajes al escritor transmutaban en homenajes a nosotros: que todo lo que leímos y releímos; que la foto que no me tomé con él; el rescate del recorte de la publicación que en algún momento hice sobre él; que el tiempo que no compartimos nunca… Y Gabo tratando de irse en la muerte, como le gustaba en la vida: “He dicho por todos los medios que no participo en actos públicos, ni pontifico en la cátedra, ni me exhibo en televisión, ni asisto a promociones de mis libros, ni me presto para ninguna iniciativa que pueda convertirme en un espectáculo. No lo hago por modestia, sino por algo peor: por timidez”.

No sugiero que los homenajes no debían hacerse. Puntualizo que no debían ir de la memoria ajena, al ego propio; de la memoria de lo que él hizo, a la evidencia de lo que nosotros hicimos por él. Entonces, la conclusión que paralizaba la razón: guardando las distancias de los personajes involucrados, empezamos a hacer del Gabo lo que en su momento hicimos con el futbolista Chucho; es decir, periodísticamente no aprendimos la lección.

En esa intención de estar o decir, olvidamos las enseñanzas que el mismo homenajeado dejó con respecto al periodismo: el trabajo intenso y riguroso; la planificación precisa y metódica; la pasión. Todo lo comprimimos en la improvisación y la ligereza.

Punto y aparte.

Este oficio del periodismo, nunca dejará de ser una forma de vida en la que la crítica y la autocrítica son una vía para llegar a ser mejores. Seguramente la memoria de un mecenas del periodismo –uno de sus más grandes legados sin duda es la Fundación por el Nuevo Periodismo Iberoamericano– se lo merece y aún estemos a tiempo de aplicarlo en nuestro ejercicio diario. En el aprendizaje de los jóvenes universitarios que se guían del ejemplo de García Márquez; no solo que lo imitan o lo leen, sino que miran su senda.

Ahora sí, a repasar nuestros estados, actualizar nuestras fotos de perfil, replantear nuestras agendas. Y a hacer el periodismo que el mismo maestro ya enseñaba, desde su ausencia.