No conozco el arte de la pintura, solo lo disfruto. Hay cuadros que me embelesan, me dejan en suspenso como aturdida en un gozo de colores, formas sugeridas, difusas o claramente definidas. Algunos me llenan de alegría, otro son tan brutales o duros, que no quisiera mirarlos y, sin embargo, me atraen como un imán.

No sé de autores, aunque reconozco algunos, me encantan los impresionistas, y admiro a Guayasamín, Kingman, Araceli Gilbert.

No conocía la obra del maestro Luis Portilla, hasta que él mismo un día, a partir de amistades forjadas por los artículos y el Facebook, me dejó en la casa un libro Sinfonía ancestral. Lo hojeé con curiosidad distraída. Luego con fascinación. Una noche los cuadros me invadieron en sueños, y me vi sumergida en la vorágine de colores, oscuridades, luces, rojos naranjas, azules profundos, máscaras, cerámicas, chamanes, cántaros, venus de Valdivia, soles. Los sueños pueden ser segundos, pero me pareció durar toda la noche, no podía desprenderme de esos cuadros. El remolino de colores, la mezcla que me parecía percibir de Sierra –tierra, piedra, indio, rituales– y la Costa –luz, color, vino, soles– me atraía desde ese libro de cuadros rutilantes en páginas negras.

Y quise saber más. Por correo le pregunté cómo pintaba. Si trabajaba en un cuadro hasta terminarlo, como poseído por él, si lo hacía de corrido, o interrumpía su obra y la retomaba. Yo imaginaba que la “inspiración” hay que aprovecharla cuando se presenta y que es difícil hacerla resurgir si se interrumpe. No tenía claro que el arte no es solo inspiración, sino trabajo, hurgar en lo profundo, madurar en las propuestas. Quería saber si la música lo acompañaba cuando pintaba, o lo hacía en absoluto silencio.

Tuvo a bien responderme: “Cuando pinto con violetas, carmines y tonos rojizos siento los embriagantes colores del vino. Por lo regular concluyo un cuadro en una sola sesión, todo depende del boceto que es el embrión de la obra que va a nacer. En años anteriores pintaba días enteros, teniendo a la música como un aperitivo de enorme valor, ahora pinto hasta 8 y 10 horas y la música siempre es un fondo relajante que me acompaña en el periplo del viaje pictórico con la mayor armonía y diafanidad”.

¿Sus manos son alas o palas?, le pregunté. ¿Tienen vida propia en el lienzo, se lo toman por asalto o hurgan en su interior ayudando a parir una pintura? “Pienso con las manos, la cabeza y el corazón, solo así podrá llamar obra de arte algo que he creado bajo esa estricta concentración.

Las manos son alas y palas a la vez, la parte espiritual hacen las alas, lo material, lo visual hacen las palas, es una función apasionante”.

¿El color se mezcla a sí mismo a medida que pinta o usted lo guía? “Trato de guiar el color, pero a veces se desborda tanto que él solo resuelve incondicionalmente y a veces de manera casual dejando climas salvajes y otras veces apacibles y serenos, cálidos o fríos, dulces o amargos, son los milagros del arte, del color y del estado anímico de quien supone guiar la composición cromática de la superficie que está al frente del oficiante”.

Espero conocer y disfrutar sus cuadros, no solo verlos en libros, tendré que esperar que regrese de La Habana, donde se encuentra en la casa Museo Oswaldo Guayasamín, donde expone alguna de sus obras.