Hoy es Sábado Santo, el día que sigue al de la conmemoración de la Crucifixión de Jesús y espacio de silencio antes de celebrar la Resurrección.

Debió ser un día muy triste para la madre y los discípulos amigos de Jesús. Probablemente recordaban y trataban de encontrarle sentido a los distintos momentos que pasaron a su lado.

Quizás María pensaba en el día en que se perdió y lo encontraron en el templo, y en la frase que les dijo, que quizás ahora entendía mejor: “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?”; o del momento en que no pudo resistirse a su pedido de que ayudara a los novios, a los cuales se les había terminado el vino para los invitados, adelantando así lo que Él llamó “su hora”.

¿Y los demás? Alguno, el día en que les ordenó dar de comer a una multitud, cuando solo tenía pocos panes y peces, o esa costumbre de pedir a quienes curaba que no lo dijeran a nadie, o la sencillez y la forma tan peculiar con la que compartía el pan.

Para otros, el recuerdo más impactante quizás fue el de aquel día en que se acercó a la barca caminando sobre las aguas, o cuando lo vieron en la montaña en compañía de dos figuras en las que creyeron reconocer a Moisés y Elías, y le propusieron construir allí cabañas para permanecer en el lugar en el que se sentían muy bien.

Tal vez no faltó quien oyera claramente aquello de “bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de Dios. Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque ellos serán saciados” o la sencillez de la oración que recibieron cuando le pidieron que les enseñara a orar. Quizás ahora tenían más claro lo que significaba aquello de llamar a Dios, Padre nuestro.

Pero también es posible que en alguno haya aparecido la esperanza, al recordar aquello que no entendieron entonces, cuando hablaba de su muerte y de la resurrección.

Difíciles las horas después de la muerte de Jesús, si alguno aún pensaba que era un Salvador que los liberaría del yugo del Imperio romano, había llegado el momento de perder toda esperanza. Para todos probablemente fue un momento de dudas: ¿estarían listos para la misión encomendada? Y quizás esta es la pregunta que debemos hacernos todos los que nos confesamos cristianos, en este día: ¿estamos listos para llevar a la práctica su mensaje e, incluso, para entender que su resurrección es más trascendental que su muerte y para nosotros, un compromiso con la vida, la nuestra y la de los demás, y vida plena?

Tal vez no faltó quien oyera claramente aquello de “bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de Dios. Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados…”.