Hace menos de un año, en el Taller Internacional de Arquitectura de Galápagos, conversaba con el arquitecto colombiano Juan Felipe Cadavid; quien me contaba sobre el último concurso de arquitectura que se había convocado en Medellín, Colombia. Se trataba de una intervención urbana en las riberas del río Medellín. Fue la organización del concurso la que me llamó la atención. De acuerdo con lo expresado por Cadavid, la zona a intervenir fue dividida en 27 sectores: 9 sectores estaban destinados para arquitectos jóvenes (menores de 35 o 40 años, ese dato no lo recuerdo bien), 9 sectores estaban destinados a asignarse a arquitectos residentes en la ciudad de Medellín, y los otros 9 sectores restantes eran para ser asignados a los mejores arquitectos a nivel nacional.

Los organizadores de aquel concurso convirtieron una simple competencia en algo más. Además de buscar la transformación de un espacio abandonado en uno de carácter público y emblemático, abrieron espacios de participación para los profesionales jóvenes, así como a los arquitectos locales; quienes suelen sentir que compiten en desventaja contra los arquitectos de la capital.

Por esencia, los concursos arquitectónicos buscan algo más que un proyecto bonito. Incluso los concursos privados se interesan en mejorar los espacios públicos circundantes al sitio de intervención propuesta. La relevancia de todo concurso arquitectónico es el bienestar de una colectividad. Mucho más cuando el concurso busca además buscar nuevos talentos entre los profesionales jóvenes y locales.

En contraparte, en nuestro país aún se manejan los concursos de arquitectura con otras prioridades. El bien común no se mide en la calidad de los espacios o edificios propuestos, sino en el manejo ético de los fondos asignados. El dinero tiene prioridad sobre los ciudadanos. En el momento de asignar el diseño de un proyecto, el Servicio Nacional de Contratación Pública no mide la calidad espacial de las propuestas, ni los beneficios que las propuestas arquitectónicas puedan brindar a una comunidad. En cambio, los factores medidos en este tipo de procesos son la edad del ingeniero sanitario que trabajará en el proyecto, o quien está dispuesto a hacer la mayor cantidad de trabajo por el menor costo.

El tiempo ha demostrado que dicho sistema puede ser eficiente para la contratación de servicios, pero no lo es para las licitaciones de diseño urbano-arquitectónico. Los proyectos deben ser vistos, antes de ser asignados. Solamente así se puede vislumbrar la calidad de los mismos. El Servicio Nacional de Contratación Pública justifica el que se incluya en un solo paquete a arquitectos, calculistas y demás ingenieros en base a la rapidez deseada para la obtención del “producto final”; sin embargo, las reiteradas revisiones y rediseños ocurridos con la Plataforma de la Producción han demostrado que el proceso no se agilita eficientemente de esa forma.

Es urgente entonces revisar la forma en la que se asignan los proyectos en nuestro país. Es comprensible la preocupación por el manejo óptimo de los fondos públicos, pero eso puede manejarse imponiendo límites a los montos del proyecto. En caso de excederse, el arquitecto correría con los costos del rediseño necesario para ajustar el proyecto a los montos asignados, como en Medellín.