Las superintendencias han sido siempre órganos de control ajenos a las funciones del Estado que sirven para vigilar que ciertos sectores de interés prioritario como las compañías, comunicaciones, bancos, etcétera, cumplan la ley y no se desvíen del propósito para el que se crearon.

Entre sus facultades está supervigilar, establecer correctivos y, excepcionalmente, sancionar. Sin embargo, de unos meses acá vemos que los nuevos entes dotados de superintendencia exceden límites de su gestión y en evidente abuso de derecho imponen sanciones, para justificar el costo del nuevo aparataje burocrático creado sin un beneficiario identificable, que van desde multas millonarias hasta imposiciones ortográficas –como las comillas– o sanciones humillantes como disculpas no debidas. Afortunadamente el Código Civil reformado hoy en día hace responsable de este tipo de abusos y excesos a su autor, inclusive si actúa en nombre de la ley, pero con fines perversos.

Sin embargo, no podemos esperar a que el país se llene de juicios indemnizatorios contra el Estado que al final terminamos pagando todos los ecuatorianos, sino que se deben aplicar correctivos inmediatos, y la mejor forma es quitar a estas nuevas superintendencias la facultad de sancionar y dejarles únicamente las de corregir o prevenir (al igual que las tradicionales) pues se han transformado en tribunales de excepción donde indebidamente convergen todas las funciones del Estado pues crean la ley, la reglamentan, la interpretan y la aplican en “juicio” y a su “juicio”, sin rendir cuentas a nadie; rebasando el límite de la sanción administrativa permisible al aplicar penas personales y económicamente desproporcionadas.

Carlos Cortázar, abogado, Guayaquil