Viven entre nosotros y en nosotros, pero invisibles a nuestros ojos. Su presencia en nuestro cuerpo puede desencadenar aquello a lo que todo ser humano le teme: la enfermedad. Pueden determinar nuestra vida de manera irreversible, convirtiéndonos en el “anfitrión accidental” de esos extraños “invitados”, las bacterias, que han despertado la fascinación del biólogo y fotógrafo ecuatoriano Pablo Rojas. Hace falta un artista con mente científica, y un científico con mente de artista, para comprenderlas. El microbiólogo procura entender con exactitud los procesos de colonización bacteriana. Mientras que el artista indaga a través de un objeto estético las distintas posibilidades de relación entre la infección bacteriana y el ser humano.

El científico transforma, gracias al microscopio y a la microfotografía, el mundo invisible en mundo visible. El artista juega con esas imágenes, explorándolas en otros contextos, reconociéndolas en su potencial estético, abriendo así las puertas a nuevas reflexiones y emociones que nos permitan entender algo más sobre las bacterias y la enfermedad, ese algo que la ciencia no puede decirnos.

Desde las fotografías de Pablo Rojas nos miran los rostros de hombres y mujeres sobre cuya piel se ha extendido una segunda piel: la luz. Luz con longitudes de onda específicas: los colores. Colores que revelan la presencia de algo muy concreto: infecciones bacterianas.

Comunidades de microorganismos que funcionan obedeciendo a las leyes soberanas y enigmáticas de la naturaleza, incomprensibles para el ser humano común. De ahí la fascinación que emanan estas explosiones de luz. Son los colores gracias a los cuales al científico le está permitido interpretar el biofilm, esa comunidad “multicultural” de bacterias que ha infectado un tejido. El biofilm funciona “como una ciudad donde las bacterias interactúan, cada una asumiendo un papel, sorprendentemente organizadas”, me cuenta Pablo mientras recorremos su exposición fotográfica. Pues es precisamente la microfotografía fluorescente de un biofilm aquello que vemos proyectado sobre algunos de los rostros de quienes participan en sus acciones fotográficas. Tanto esas ciudades de bacterias como las infecciones causadas por una sola especie se convierten en una obra de arte sobre el lienzo del rostro humano. Es como pintarnos (virtualmente) la enfermedad en el rostro. Si los seres humanos nos definimos por los límites entre nuestro cuerpo y el mundo, cuando estamos enfermos nos replegamos aún más entre esos límites, los límites de nuestra enfermedad, y empezamos a definirnos a través de ella, me comenta brillante el periodista Daniel Gross mientras observamos las fotografías de Pablo. Y justamente lo que logra una acción artística de este tipo es librarnos de esta cárcel, permitirnos traspasar ese límite, puntualiza Daniel. Fueron esas las palabras que revolotearon en mi mente durante la larga noche de finissage de la exposición de Pablo Rojas en el Consulado del Ecuador en Berlín.

Me quedé pensando en los límites de nuestro cuerpo y la soledad que sentimos ante el mundo y los otros. Recordaba el dolor de los románticos alemanes ante la pérdida de esa unidad original entre el ser humano, el mundo y Dios. El pobre ser humano de hoy, tan solo, tan empachado de información sobre un mundo al que no comprende ni ha logrado dominar.

El ser humano y la enfermedad: el miedo, la muerte. ¿Quién no procura informarse sobre cada detalle de la enfermedad que lo acosa? Y las imágenes de diagnóstico que proliferan, ¿qué nos dicen sobre la enfermedad que padecemos, más allá de constatar la infección? Podemos ver a los seres invisibles que están cambiando nuestra vida tan definitivamente, pero ¿comprendemos lo que significa que esas bacterias hayan infectado nuestro cuerpo desvaneciendo los límites entre el yo y los otros, huéspedes sin invitación a quienes acogemos como sorprendidos anfitriones accidentales? “Es difícil anticipar exactamente cómo reaccionará el cuerpo humano ante una infección bacteriana”, me dice Pablo Rojas el científico al día siguiente, en el laboratorio del Instituto de Microbiología e Higiene de la Universidad de Medicina Charité de Berlín. Viste mandil blanco mientras purifica un “fragmento de ADN amplificado en un termociclador”, y yo, sentada en una butaca setentera, voy cayendo en cuenta de lo poco que sé sobre la vida. Este material genético del microorganismo hallado en el tejido intestinal de una mujer se enviará al servicio de secuenciación de ADN, que devolverá como resultados lo que a mí me parecen ríos ignotos de números. Comparando ese río con la base de datos genéticos de todas las bacterias que en el mundo han sido, el biólogo puede entonces decirle al médico, y el médico a la paciente: esta bacteria tiene usted, señora mía, en su cuerpo.

Es una brachyspira spp., me dice Pablo mientras continúa inyectando y absorbiendo los líquidos en los que se baña el ADN amplificado de esta bacteria espiroqueta que, por su forma espiral, es prima del treponema pallidum, agente causante de la sífilis. Treponema pallidum, me digo, y mi mente vaga lejos del laboratorio: ese nombre tan hermoso como cruel la enfermedad. “Por allí va el treponema pálido, a caballo, rompiéndome las arterias”, escribió el genial Pablo Palacio, en cuyo cuerpo habitaban las bacterias que lo acompañaron finalmente hasta la locura y la muerte. “No es tan difícil tratar la sífilis, bastan antibióticos, el problema es diagnosticarla a tiempo”, me sigue explicando Pablo Rojas, cuyo proyecto de doctorado (razón por la cual este quiteño vive en Berlín) investiga las bacterias espiroquetas.

Horas más tarde salimos del laboratorio atravesando el hospital Charité, donde los enfermos acuden al doctor en busca de ayuda. Entonces el doctor acude al microbiólogo. Cuando el doctor reciba la respuesta del laboratorio sabrá qué tratamiento debe aplicar para eliminar al agente causante de la infección (lo cual no elimina necesariamente la “enfermedad”). Pero el médico no indagará en lo que significa para un enfermo vivir atrapado en los laberintos sin salida del dolor, de la vergüenza, la culpa y el miedo. Entonces acudimos al artista.

La exposición fotográfica Accidental Host intenta comprender la enfermedad, las infecciones bacterianas, desde otras perspectivas. Pablo Rojas torna visible a lo invisible, le otorga un rostro (literalmente) a ese anfitrión sin rostro que vive en los enfermos. Estas imágenes son explosiones psicodélicas de luz sobre la oscuridad del desconcierto, el dolor y el miedo causados por la enfermedad. La imagen de diagnóstico basada en microfotografía fluorescente deja de ser simple testimonio científico de la presencia de la infección, para lanzarse a la exploración de sus posibilidades estéticas y a la búsqueda de la verdad sobre otros terrenos. No son las bellas y extravagantes contorsiones de la luz lo que determina la trascendencia de este proyecto. Lo que deslumbra es aquello que las imágenes de diagnóstico, arrancadas del contexto científico y racional en que fueron creadas, nos revelan al mirarnos desde un rostro humano.