El problema de que haya existido Jorge Luis Borges, el magister magistrorum, el maestro de maestros, es que a los que venimos después nos quedó poco por decir. Así, hoy me habría bastado publicar su texto Pedro Salvadores para expresar mi opinión de manera completa y elegante. Pero, como se supone que en mi papel de columnista debo escribir artículos propios, trataré de hacer una paráfrasis aceptable de esa magistral pieza. Los protagonistas son Pedro Salvadores, su esposa y el dictador Rosas. El hombre era unitario y, por tanto, enemigo del déspota. El punto de inflexión de la historia sí lo transcribo: “Una noche, hacia 1842, oyeron el creciente y sordo rumor de los cascos de los caballos en las calles de tierra y los vivas y mueras de los jinetes. La mazorca, esta vez, no pasó de largo. Al griterío sucedieron los repetidos golpes. Mientras los hombres derribaban la puerta, Salvadores pudo correr la mesa del comedor, alzar la alfombra y ocultarse en el sótano”. Los esbirros no lo encontraron y así vivió más de nueve años oculto en el subterráneo.

Especula Borges lo que pudo haber ocurrido en esa década: el odio, el miedo, la paulatina adaptación a la oscuridad. Se pregunta el autor si ya soñaba con la mera tiniebla. La esposa vivía de trabajos de costura y tuvo dos hijos en ese lapso, que la gente los atribuyó a un amante (“Después de la caída del tirano, le pedirían perdón de rodillas”). Conjetura el escritor: “Acaso era cobarde y la mujer lealmente le ocultó que ella lo sabía”. Cuando en 1852 Rosas huye, Salvadores puede salir obeso, pálido y empobrecido. Borges no lo consigna, pero no es improbable que la mazorca haya tenido una orden “legal” de cateo. Es corriente que mientras más alevosa es la violación, más grandilocuentes sean los motivos que se invocan: ¡la patria!, ¡la nación!, ¡el Estado!

Concluye el maestro: “Como todas las cosas, el destino de Pedro Salvadores nos parece un símbolo de algo que estamos a punto de comprender”. Eso es. El objetivo de esos ataques nocturnos a domicilios es aterrorizar a toda la sociedad. Quieren que no salgamos de los sótanos, callados, ganados por el miedo. ¿Qué pasaría, estimable lector, si usted oye golpes en su puerta a las once de la noche y súbitamente irrumpe en su casa una partida de enmascarados armados con metralletas? Adivino los alaridos de terror de sus niños y de su esposa, su propia cara demudada por el espanto. No lo tacharía de cobarde si a usted también se le escapa un grito. Cobardes son los que se refugian en el sótano de la autocensura; los que ya no sueñan, porque toda la memoria está ocupada por la sombra; a los que dijeron que se fueron, pero siguen aquí en ejercicio de su silencio ignominioso.

El objetivo de esos ataques nocturnos a domicilios es aterrorizar a toda la sociedad. Quieren que no salgamos de los sótanos, callados, ganados por el miedo.