Por qué escogí siendo mocoso el camino del latín y del griego en vez de aprender idiomas modernos, no lo sé, pero fue un paso decisivo en mi vida. Durante ocho años viví en estrecho contacto con la antigüedad grecorromana, adquirí una obsesiva pasión por la semántica, alergia a las faltas ortográficas, avidez por encontrar el término preciso, sea lo que fuere, digan lo que dijeren. Acompañé a Julio César en su Guerra de las Galias, presencié la batalla de Salamina en la que los atenienses hundieron o capturaron a trescientas naves persas. Oí en otra guerra el tremendo grito de diez mil mercenarios al llegar al mar después de extraviarse en territorios enemigos: “Thalassa!..¡Thalassa!” “¡El mar!... ¡El mar!”. Me decepcionó el idioma inglés por sus verbos que ignoraban conjugaciones, añoro las palabras que se declinan, las frases que invierten el orden de las palabras para lograr mejor musicalidad; sabía por qué Cicerón al final de sus alegaciones ponía aquel “velut esse videatur” (como parece ser) que exigía señoriales movimientos del brazo y de la toga. A los quince años me enamoré de Antígona, recuerdo parlamentos griegos enteros de ella cuando desafía al rey para cumplir con un rito, la imaginaba con una cabellera larga, lacia, negra, ojos inmensos negros también. Cuando pude ver una representación de la obra al pie de la Acrópolis leí en sus labios las palabras griegas de tan musical expresividad, ella lucía los ojos, el cabello que imaginaba: yo tenía diecisiete años. Al llegar a Marruecos me di cuenta de que más allá de religiones, mitologías avanzadas, sistemas filosóficos dando las mismas vueltas, había una sabiduría universal. Los árabes traducían con “Am usat am un maslat” el “omia tempus habent” (todo tiene su momento) de los romanos, frase que nos llegó con el famoso “carpe diem” de Horacio, los poemas del francés Ronsard, los versos de Omar Khayyám: “Mañana si mi vida despierta siete mil años idos tocarán mi puerta”.

Al mirar lo poco que poseo pienso en Sócrates: “Posón ego kreian ouk eko” (¡De cuántas cosas podría yo prescindir!). Lo que aprendemos se convierte en vana erudición o llega a ser parte inherente de lo que vivimos, la cultura es sedimentación de las vivencias. Dina Bellrahm estaba llegando al final del camino cuando me confesó: “Necesito urgentemente ir donde me puedan poner un bypass en el alma” dos meses después se quitó “aquel embarazoso vestido en el que me enredo” como llamaba a la vida.

Disponemos de una vida de duración variable para acumular datos, conocimientos, no importa que sea en hebreo, en griego, en quechua pues al final del camino solo nos queda el amor que es oxígeno del alma. Todas nuestra certezas son provisionales, los dioses no contestan o supongo gratuitamente que lo hacen según lo que nuestra mente está dispuesta a imaginar, los muertos no vuelven pero podemos inventarnos su presencia. Si podemos convencernos al final de nuestra vida de que todo es vanidad menos el amor que sembramos no habremos vivido en vano. Jamás olvido a quienes murieron: es mi forma de amarlos.