Asusta decir medio siglo..., hace cincuenta años una canción de ritmo saltarín, Dominique, nique, nique..., ejecutada por una monja, hablaba de un santo y estaba en primer lugar en los hit parades de Estados Unidos, tenía entonces credenciales para penetrar en todos los ambientes. La oí cantar a un sacerdote, a maestras, a empleadas domésticas. Era mandatoria en los paseos escolares. La usamos en clases de francés, puesto que originalmente estaba en esa lengua, ya que la intérprete, entonces conocida solo como Sor Sonrisa, era belga. Tardé décadas en enterarme de la lúgubre historia que se parapetaba detrás de la alegre melodía.

El pseudónimo Sor Sonrisa (Soer Sourire) encubría a Jeanne-Paule Marie Deckers, también llamada Jeannine, nacida hace ochenta años en Bruselas. Complica esta maraña de nombres, pero es necesario contarles que al profesar como monja dominica se llamó hermana Luc-Gabriel. Dotada de una voz agradable y algún talento para la composición, creaba y ejecutaba canciones para consumo interno en su convento. Hasta que fue descubierta por la entonces boyante Philips, que le propuso grabar un disco. Las condiciones del arreglo espantan: el 95% para la disquera y 5%... ¿para Jeannine? No, para el convento, se entiende, es el voto de pobreza... Ser artista, ¡si no lo sabremos!, es hacer un voto de pobreza, también. Además, y esto lo imponía la orden, no podía mostrar su rostro. Este veto fue quebrado por acuciosos periodistas norteamericanos, pero su imagen fue opacada por la de la actriz Debbie Reynolds, que protagonizó una idílica película supuestamente basada en la historia de la monja cantante, por supuesto con la famosa Dominique como tema musical.

Todavía estaban frescos sus éxitos cuando decidió colgar los hábitos. Al hacerlo donó perpetuamente al convento sus derechos de autora. Lo que sí se llevó fue a la joven Annie Pescher, quien sería su pareja hasta el fin de su vida. Intentó hacer una nueva carrera como cantante, ¡y con otro nombre!, Luc Dominique, pero el éxito no volvió. Esto se puede achacar a sus posturas críticas con la Iglesia, a su abierta condición de lesbiana y a sus actitudes contestatarias en general. Más bien se dedicó a colaborar con su compañera en el tratamiento de niños autistas. Pero no contaban con un enemigo formidable de todo lo humano: el fisco. A pesar de que ella jamás recibió un céntimo por los derechos de autora e intérprete, a los recaudadores se les ocurrió que había evadido sumas astronómicas. Le impusieron atroces multas que determinaron la confiscación de la escuela para autistas que poseía con Annie. Las dos mujeres, despechadas, sumidas en la depresión y el alcoholismo, terminaron suicidándose en 1985. En el horrible final convergen muchos demonios: miopía eclesiástica, homofobia social, avilantez empresarial y, sobre todo, ferocidad fiscal. Este último es el peor, puedes transgredir reglas religiosas, sexuales, artísticas, pero con las impositivas no te metas, eso significa la muerte. Nietzche ya lo decía: “El Estado es el más frío de los monstruos fríos”.