Mañana se cumple un año de cuando publiqué “Somos momentos”, y hoy, sin haberlo planeado, vuelvo a escribir del mismo tema. Y acaso es consecuencia de esa naturaleza espiritual de los recuerdos, esas ligaduras más fuertes que el acero, esos golpes que como un sello evidencian que en esa existencia hubo/hay vida. Los recuerdos vuelven abalanzándose, siempre. Son los tatuajes del alma.

Hace un año decía que los momentos constituyen lo que radicalmente somos. Eso que decía Galeano: “Los científicos dicen que estamos hechos de átomos, pero a mí un pajarito me contó que estamos hechos de historias”. Nuestros recuerdos son nuestro ADN. Y, quién sabe, si no hacemos el esfuerzo de recordar (conversando con un amigo o un pariente, por ejemplo), tal vez no sabremos hacia dónde vamos: todo barco salió de un puerto.

Cómo olvidar esa tarde cuando fui con esas tres personas (ellas lo saben), que desafían con su forma de ser la hipótesis del azar, a ver la película (Mamma Mia!). Ya no recuerdo mucho del argumento, seguramente no fue una obra memorable; sí tengo memoria de las playas griegas y de Brosnan en chancletas, mas no con la elegancia de 007. Fue un plan cualquiera, pero quedó allí como parte del ventrículo. Quedó tatuado. O, esa vez que me querían enseñar a bailar el “ocho”, incluso luego de convencerse que definitivamente bailar no era lo mío (ni lo es). Ni tocar la batería, como quisieron que intentara en esa rudimentaria banda que formamos. Soy todo esto. También por ello, aunque es un detalle nimio, les dedico estas líneas a esos amigos que separó la vida.

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Todavía más, ese ardor en carne viva de los tiempos perdidos no se apaciguaría siquiera con una improbable (y quizá imposible) reunión. Sencillamente porque todo cambia: los sofás testigos de tantas conversaciones agarran polvo, las mesas de billar reflejan sobre sí la desolación de los años. Solo queda la perdurabilidad del recuerdo. Poetas han cantado a ese pesar, algunos con menos intensidad, pero con la misma resignación; Quevedo declamaba: “Roma, en tu grandeza y tu hermosura / huye lo que era eterno y solamente / lo fugitivo permanece y dura”. Las sillas y las personas podrán seguir allí; sin embargo, las personas de ese momento, con esas ideas, con esas sonrisas, ya no son. Todas presas del tiempo, que van. No obstante, qué misterio ese de la aparente intrascendencia de cada instante, que de repente erige torres gigantescas que tocan las estrellas de lo inmortal. Que dejan de ser un segundo más de toda la historia, esos que terminan por desaparecer en la nada; hay momentos que alcanzan la eternidad.

Siempre podrán decir, con razón, que hay que resignarse a ese paso del tiempo, que hay que seguir viviendo, que habrá mejores cosas adelante. Solo quiero que me comprendan, y se comprendan, cuando digo que si uno ha vivido algo que permite entrever una sustancialidad de eterno, que entiendan la confusión o el aferrarse a ese momento. Si la nostalgia no es una promesa de eternidad, estamos perdidos.

Acaso el misterio de la nostalgia sea el misterio de todo.(O)