La noche que llegamos al Reino de Marruecos se jugaba el primer partido de la Liga Española. Buscábamos un lugar para ver al Real Madrid en la cancha, comer algo y tomar una cerveza. Dimos con un bar restaurante donde predominaban el juego de fútbol en los televisores y los hombres. Nosotros, tres de América y uno de Europa, integrábamos la única familia que a las 10:30 de la noche con una bebe de 11 meses y uno de 4 años buscábamos tomar algo.

Marruecos es un país musulmán y el islam es la religión del Estado estipulado en la Constitución. Los marroquíes no beben alcohol, la religión lo prohíbe. Yo a esos 40 grados ya estaba anhelando tocar el vaso sudado con una cerveza bien helada. Este sitio fue una de las pocas excepciones de la regla, donde vendían bebidas con trago, pero a elevado costo. Mis hijos, Máximo y Allegra, fueron centro de atención, porque en Marruecos la gente expresa un cariño desbordado por los niños. La señora que limpiaba, el mesero, el bereber, etcétera, todos sin consentimiento nuestro se lanzaban a ellos a darles besos y tomarlos en brazos con mucha familiaridad. Los niños son muy especiales, sin embargo, como en todas las sociedades hay menores desheredados del sistema, sufren la pobreza, violencia física, sexual y abandono. Fuera de la mezquita estaban niños con sus madres mendigando, algunos de los padres estaban en la puerta y otros dentro del templo agachados, con la cabeza, rodillas y manos sobre el suelo y repetían “Alá Akbar”, “Alá es el más grande”. Nos hospedamos en un riad (casa típica árabe), estaba dentro de una medina que está protegida por murallas desde las épocas en las que fue construida la ciudad y que muestra cómo era y sigue siendo la vida.

Una mañana mientras arrastraba el coche de mi pequeña hacia la playa en Rabat intenté contar cuántas mujeres marroquíes veía sentadas en las terrazas, cafés o durante la oración en la mezquita. No vi ni una. Las mujeres que pude divisar las encontré en los mercados o ferias, casi todas acompañadas por niños. Los hombres, en cambio, dominaban en calles, comercios y lugares de ocio. Una noche en Marrakech llegamos a su corazón, la plaza de Yamaa el Fna. El nombre traducido al español significa Asamblea de la aniquilación, ya que según narran , fue el lugar donde se ajusticiaba a los que delinquían y se exhibían sus cabezas cortadas. Hoy la plaza alberga teatrillos con nutrido público, venta de artesanías, puestos de comida árabe y a quienes hacen tatuajes de henna. Uno de los objetivos del viaje era cumplir el deseo de mi hijo de tener un encuentro en persona con los camellos. Entonces nos subimos a bordo del vehículo marroquí más tradicional y a desprecipitado ritmo recorrimos un sitio plantado durante la dinastía almorávide, donde había más de 100.000 palmeras..

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Este ha sido un relato fresco de calurosos días en el sitio donde matices diversos se fusionan: océano Atlántico y mar Mediterráneo, desierto o montaña, ciudades modernas y conservadoras. En mi memoria se queda la mirada triste de ciertas mujeres, la imagen del rey Mohamed VI, gracias a los afiches con su foto pegados en cada esquina y 10 dírhams se quedaron varados en mi billetera, equivalentes a la misma cantidad en euros. (O)