Martín Pallares

Todo demagogo autoritario necesita de enemigos. Le son muy útiles. Permiten calentar las bases, movilizar multitudes y transferir responsabilidades. No miren acá, dice el guion. La amenaza y el peligro están allá.

Los enemigos han sido siempre útiles para quienes han pretendido gobernar sin límites ni control. Ha habido enemigos externos e internos. Pero los periodistas y la prensa son, de todos, el enemigo más útil porque representan a la mayor amenaza de cualquier aspirante a autócrata: los hechos de la realidad.

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La prensa y los periodistas, además, encarnan un obstáculo mayúsculo para uno de los objetivos más preciados de todo autócrata: convertir en normal lo anormal. Por lo general, el periodista es quien hace notar a la sociedad que los atropellos del gobernante son una anormalidad para una democracia. Por eso, humillar a los periodistas, deslegitimarlos, insultarlos y criminalizar su reputación es parte del kit de supervivencia de cualquier autócrata. 

En la obra distópica 1984; de George Orwel hay un ritual obligatorio que se llama “los dos minutos de odio”. Ahí, la gente vuelca cada día su indignación en contra de los enemigos del gobierno. Cuando Rafael Correa hacía sus sabatinas o cuando Donald Trump o Álvaro Uribe convierten a sus redes sociales en plataformas de odio hacia la prensa están haciendo exactamente eso: montar un ritual para que las masas vuelquen sus frustraciones hacia los enemigos del gobierno.

... Por lo general, el periodista es quien hace notar a la sociedad que los atropellos del gobernante son una anormalidad para una democracia. Por eso humillar a los periodistas, deslegitimarlos, insultarlos y criminalizar su reputación es parte del kit de supervivencia de cualquier autócrata.

Rafael Correa encontró esta fórmula desde el mismo inicio de su gobierno. Atacando a los periodistas, acosándolos y desprestigiándolos no solo que construía un enemigo para ganarse la solidaridad de las masas, sino que intentaba preparar el terreno para que el público no creyera en la realidad que los medios presentaban porque esa realidad no le convenía.

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En la construcción de esta realidad paralela que todo demagogo autoritario necesita no hay límites a la maldad ni a la irresponsabilidad. No importa que exponer la foto de Gustavo Cortez en una sabatina pueda poner en riesgo su vida y la de su familia. Tampoco importa acusar a Alfonso Espinosa de los Monteros de corrupto o calificar a Diego Oquendo y Gonzalo Rosero como tontos, mentirosos e ignorantes. Destruir a los periodistas es algo demasiado importante como para detenerse pequeñeces humanitarias o legales.

La conducta de los Correa, los Trump o los Uribe del mundo no es exclusiva de los liderazgos autoritarios nacionales.  Existen caciques locales que reproducen la misma lógica con el afán de consolidar sus poderes regionales.  En estos casos la perversidad puede alcanzar niveles insospechados, pues sus víctimas son mucho más vulnerables al no estar protegidas por una opinión pública nacional o por organismos de derechos humanos que generalmente operan en las ciudades más grandes. Uno de estos casos es el del periodista lojano Fredy Aponte que por la persecución del alcalde de Loja, José Bolívar Chato Castillo, no solo que ha terminado con sus huesos en la cárcel sino que ha perdido todo su patrimonio. Aponte representa el caso más extremo de la destrucción humana a la que puede conducir el desvarío del autócrata que no tolera otra verdad que la que él inventa y quiere imponer a toda costa.(O)