Guillermo Ballesteros nació en Esmeraldas, pero dice que vino a Guayaquil para “ampliar los horizontes”. Aquí aprendió de su hermano el oficio de afilar cuchillos, una actividad que hace cuarenta años, cuando Guillermo comenzó, era muy frecuente. Hoy es casi una lotería encontrar a uno de ellos en alguna calle porteña.

“Tengo casi 40 años en esto. Al principio existía una máquina de un holandés con dos ruedas, de ahí con el tiempo la gente fue fabricando. Comencé a afilar cuchillos cuando costaba a un sucre (extinta moneda ecuatoriana) la afilada”, recuerda Ballesteros, quien vive en los alrededores del sector del Cristo del Consuelo.

Desde esa zona se dirige a diario a diferentes barrios guayaquileños. Los visita uno por semana. Así los miércoles, por ejemplo, recorre los del sur como el Centenario, Los Esteros, incluso avanza al suburbio.

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“Parece fácil afilar, pero en la vida nada es fácil, porque hasta que usted coge el golpe no le puede asentar el cuchillo, una vez salí cortado”, cuenta Ballesteros, un hombre de tez negra y lleno de amabilidad.

“Yo cobro $ 0,50, si es una tijera vale $ 1”, explica Guillermo, de 74 años, quien trabaja incluso sábados y domingos, siempre hasta las dos de la tarde. Él toca un flautín para advertir su paso, para que los clientes sepan que llegó.

“Esta máquina pesa al cargarla, tengo que virarla y llevarla al hombro... Ahí le vamos dando. Con esto, ya tengo $ 3”, dice al mediodía de un miércoles de julio. Y recalca: “No hay cliente fijo, uno se gana la voluntad”. (I)

Esta máquina pesa al cargarla, tengo que virarla y llevarla al hombro... No hay cliente fijo, uno se gana la voluntad”.