Aunque también se lo encuentra en otros sectores del país, el dulce de higos continúa en la extensa lista de las preparaciones gastronómicas que han identificado por mucho tiempo a nuestra ciudad. Abuelas, madres y jefas de familia enseñaron a sus descendientes cómo elaborar el apetitoso postre que, dicho sea de paso, fue común servirlo como cierre de lujo en la alimentación diaria o brindarlo a los amigos y parientes en fiestas y ocasiones especiales.

Después de conseguir el fruto en los puestos de los mercados Central, Sur, etcétera, o en las carretillas de los legumbreros o verduleros ambulantes que solían recorrer en mayor número las barriadas en busca de sus ‘caseras’, las amas de casa o cocineras asumían la tarea de prepararlo mediante un ritual que comenzaba la noche anterior cuando lo ponían a remojar, para al día siguiente agregarle la panela y canela, ingredientes básicos de la receta.

La alegría familiar era completa al conocer que como sobremesa se serviría el preparado de higos, acompañado de tajadas de queso criollo; por otra parte, los vínculos de aprecio y amistad se fortalecían entre los vecinos al enviarles como presente una buena ración del postre, porque los agraciados retribuían el gesto de cortesía cuando preparaban en sus casas la tentadora conserva de pechiche o el igualmente rico dulce de grosella.

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Pero el dulce de higos no solo se hizo para consumirlo en casa, sino que por el entusiasmo de familias emprendedoras deseosas de mejorar sus presupuestos, salió a las calles en relucientes ollas y grandes frascos para exhibirse y venderse en carretillas y charoles.

La preparación casera ha decaído y son escasas las familias que siguen la tradición. Quienes desean disfrutarlo lo compran envasados en despensas y supermercados, pero con alguna ausencia del sabor hogareño por ser industrializado. Otros acuden a hoteles y restaurantes que lo incluyen en sus menús, y los más pasivos esperan que algún vendedor ambulante cruce por su barriada, lejos del sector céntrico de la metrópoli.