La tarde sofocante se dejaba tumbar por la oscuridad sabatina de Manta. El sol, agonizante, que clavó todo el día su mirada ardiente sobre este puerto, se resistía a esconderse aquel 16 de abril de 2016. Se negaba a dejar en tinieblas la franja costera norte de Ecuador, como presintiendo que, al caer la noche, se vendría un cataclismo.

Manta, ciudad de 253 mil habitantes, según el INEC, registraba un intenso movimiento, sobre todo en el área comercial de la parroquia Tarqui, casi a orillas del mar y que entonces albergaba gran parte de la infraestructura hotelera de mediana categoría y era la cuna del comercio en locales, en calles y veredas, en un mercado.

Nixon Xavier Mendoza Mero conducía su taxi por el sector industrial de la salida al vecino Montecristi. Dejó a un pasajero y marcó su celular. Estaba inquieto. En su mente tenía, inexplicablemente, como una alerta de que a las 19:00 debía estar junto a su familia. Eran las 18:50. En el centro comercial Felipe Navarrete, en Tarqui, estaban su esposa, Olga Patricia Acebo, y sus hijos, Patricio Samir, de 12 años; Said Johaid, de 14; y Nixon Amir, de 16.

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Ellos, como decenas, hacían compras para el año lectivo en el atestado local Todo Papel.

–Aún vamos a demorar. Yo te aviso. ¿O sabes qué, mi amor?, mejor ven para estar juntos los cinco acá– dijo ella.

Él titubeó y ella agregó: –Me avisas, chao–.

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Serían las últimas palabras que Nixon escucharía de ella. Tomó otro pasajero y avanzó. En una esquina dieron las 18:58 y sintió que la tierra se movía. Empezaba un terremoto que luego los instrumentos del Instituto Geofísico marcarían una intensidad de 7,8 grados en la escala de Richter.

 

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El estruendo duró 42 eternos segundos y fue mortal y destructor para cientos de miles de habitantes de Manta, Portoviejo, Canoa, Jama, Calceta, Pedernales y de toda la provincia de Manabí y del sur de la provincia de Esmeraldas.

Un estruendo le advirtió de la realidad a Nixon. A su izquierda, mientras conducía, vio caer parte del edificio de la clínica Manta. Era una estructura de seis pisos que se resquebrajaba originando una polvareda. Lo mismo sucedía con un edificio vecino. Pero él no se imaginaba aún que el desastre era de una magnitud cataclísmica y que la evaluación posterior arrojaría cifras de 671 muertos, según la Fiscalía, y daños materiales por más de $ 3.000 millones, establecidos por el Gobierno.

Todo quedó a oscuras. Los postes de energía eléctrica caídos, la gente en las calles llorando, abrazándose con quien tenía a su lado. Eso sucedía, igual o peor, en todo el suelo manabita y de parte de Esmeraldas. Pero él manejaba, solo sentía el impulso de ir a abrazar a su familia. Llegó a Tarqui. Vio edificios derrumbados uno tras otro. Dejó su taxi abandonado y corrió por en medio de vidrios rotos y escombros, empujando a quienes corrían despavoridos, algunos sangrantes.

Al virar una esquina, con la esperanza de hallar a su familia, se le derrumbó la vida. El centro comercial Felipe Navarrete, de tres plantas, estaba como encogido hacia la tierra. Era un acordeón que se había cerrado. Los espacios de piso a piso, de 2,80 metros, estaban reducidos a menos de un metro.

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De allí, en un lapso de casi cuatro días de tareas, saldrían unas 32 personas rescatadas con vida, primero por los bomberos locales y, desde la madrugada del domingo, también por los de Quito. Allí hubo 99 muertos, entre ellos la familia de Nixon Mendoza, mientras en todo Manta fallecieron 174 personas. Por eso este se constituyó en el sitio donde más víctimas causó el terremoto en un solo lugar.

Al ver la destrucción, Nixon se desplomó. Quería llorar, gritar, se le vinieron náuseas y no podía hacer nada. Solo alcanzó a balbucear: ‘Perdí a mi familia’. Había “un silencio ensordecedor”, dice. Sentía impotencia, no había señal en su teléfono celular. No podía avisar a nadie. Mientras trataba de llorar y gritar había gente que buscaba salvar a quienes en la parte de atrás del centro comercial salían heridos. Nixon, de rodillas, impotente, paralizado, sentía morir a sus 45 años.

En el lapso de tres días rescataron los cuerpos de sus parientes. Él pasó cerca de los escombros. Piensa que se pudo hacer más, que uno de sus hijos estuvo con vida hasta el lunes, según sobrevivientes, pero los rescatadores no llegaron a él.

En la desesperación por salvar a sepultados, los rescatistas usaron retroexcavadoras. Eso no solo se dio en Manta sino en Pedernales, sobre todo, decisión considerada días después como desacertada por rescatadores de otros países. Pero Ángel Moreina, bombero mantense, dice que con el equipo pesado pudieron levantar la escalera del Navarrete y solo ahí divisaron a todas las personas aplastadas y otras con vida.

“Cuando se toma la decisión de traer maquinaria pesada para que derroque la parte frontal, créame que fue una mejor decisión porque si no, no hubiésemos rescatado a las 32 personas con vida, comparando que hacer un hueco tomaba de 7 a 10 horas”, relata.

Un año después, el espacio donde estaba ese edificio y toda una manzana está vacío, polvoriento. Era parte de la zona cero de Manta. Allí, un grupo de familiares de las víctimas del Navarrete se reunió días atrás, invitados por este Diario.

“El dolor es el mismo que hace un año. Cuánto extraño sus abrazos”, dice Betty Cedeño, madre de Gabriela Rojas Cedeño, de 22 años, y quien dejó una niña hoy de cinco años. Leonel Mero perdió a su esposa, Luisa Pico, de 29 años. Él trabaja y cuida a sus hijos de 5 y 9 años. Luis Quijije perdió también a su esposa, Hilda Flores, de 28 años, y quedó con sus niños de 9 y 7 años. José Luis Acosta se quedó sin su esposa, Fanny Mero. Tiene tres niños de entre 8 y 2 años y medio. No halla trabajo. Gloria Rivas perdió allí a su esposo y quedó con dos pequeños. Todos siguen recordando y amando a sus parejas. Los han llorado todo el año y siguen haciendo falta.

Nixon los consuela. les recomienda leer la Biblia. “Esa ha sido mi terapia, así como conversar mi desgracia a todos”, dice. Hace semanas, él se unió a una nueva pareja. Trata de enrumbar su vida. “Estoy seguro de que ellos están en un lugar lindo y estarán felices de que yo luche por vivir, de que sea feliz”.

Nixon invita a los damnificados, viudas, huérfanos y parientes de los fallecidos, a consolarse, a vivir. Pero los del Navarrete dicen que es duro, que ni la casa que les ofreció el Gobierno han recibido, Ellos tienen un comité de parientes de 35 víctimas. A solo dos les dieron casa.​ (I)

 

Es difícil aún sobrellevarlo y aceptar que ellos no están. Ha sido duro, pero gracias a la palabra de Dios entendí que debo seguir viviendo y he decidido empezar una nueva vida con otra persona”.