Verdadero ni diálogo genuino, porque nuestros políticos no saben debatir ni dialogar. Ellos nos representan en esas y otras limitaciones de los ecuatorianos, enamorados de nuestra propia opinión, e incapaces de escuchar al otro. Cultura de la sordera, que alcanzó la cima en la última década, dividiendo a los ciudadanos en los unos contra los otros. Si las elecciones presentes son importantísimas, al mismo tiempo son apenas coyunturales, porque nada cambiará con cualquier resultado. Nada puede cambiar si los ecuatorianos no cambiamos, al margen de nuestra preferencia política o electoral. Rechazamos sistemáticamente cualquier opinión que no coincida con la propia. No estamos dispuestos a confrontar aquello que nos interrogue. Preferimos oír y leer solo aquello que ratifica lo que pensamos o creemos pensar: eso que ya fue pensado y dicho por algún otro desde una tarima. Somos una población de loros, que nos contentamos con repetir lo que nos dicen o lo que nos pasan por el teléfono celular. Quien esté libre de culpa…

Estamos a veinticinco siglos del diálogo, tal como surgió en los clásicos entre Sócrates y sus amigos, según Platón. En ese tiempo, unos señores se reunían para intercambiar ideas y dilucidar la verdad entre todos. Allí, la pregunta del otro obligaba a cada uno a fundamentar mejor sus argumentos. Entonces, nadie tenía el monopolio del saber y de la verdad, porque ella no yace en ningún personaje ni lugar definido o definitivo, sino que es efecto de la palabra que circula entre el uno y el otro. En el Ecuador de hoy y siempre, cualquiera cree ser el único que posee “toda la verdad”, y se atreve a hablarnos en el nombre de ella. Hablarnos a los demás giles que nos pasamos esperando profetas y salvadores de la Patria, dispuestos a ser salvados por cualquiera que se pone a gritar, bailar o cantar desde una tarima. No es culpa del chancho sino de quien lo engorda. No es culpa de nuestros políticos charlatanes, sino de los vagos condescendientes que no nos tomamos la molestia de cuestionarlos, o de someterlos al diálogo, o de conminarlos a que debatan en serio.

Crónica de una muerte cruzada anunciada y de un fracaso autocumplido. En esta política del disparate, todo un presidente del Ecuador en ejercicio nos anuncia temerariamente entre risas y ante periodistas extranjeros: “Tendré que volvérmeles a presentar en elecciones anticipadas si gana el opositor”. ¡No se bromea con algo tan serio! Hacerlo demuestra la frivolidad de nuestra sobrestimada clase política, que nos retrata a todos tanto como al anunciante, profeta del desastre deseado y emergente salvador de una Patria en ruinas por causa de su próxima ausencia, porque él es el único que sabe y puede. Ese nunca fue el sueño de Bolívar, ese es el proyecto de Pinky y Cerebro: “Tenemos que conquistar la patria chica, luego la grande y finalmente el mundo”. Parimos los políticos que concebimos, los presidentes que elegimos y la suerte que merecemos. Si no nos gustan, culpemos a nuestra inercia y autocomplacencia: nos da pereza o miedo preguntarles cómo –exactamente– crearán un millón de empleos en cuatro años, o doscientos cincuenta mil anuales, “que no es lo mismo pero es igual”. ¡Respondan, candidatos finalistas! (O)