Se ha ido un hombre grande, un infatigable trabajador de la cultura ecuatoriana. La respetable edad del fallecido no merma el dolor de la partida, la clara conciencia de la pérdida, porque se encontraba en acción completa, como siempre (sobre su mesa quedan tareas de envergadura). Su nombre me remonta a mis tempranos días estudiantiles, porque mi promoción fue favorecida con una de sus grandes iniciativas por las letras de este país: la colección de Clásicos de la literatura ecuatorianos, o colección Ariel, como se simplificaba su nombre.

Esa hazaña editorial y crítica estuvo dirigida por Hernán en plena mocedad, por lo que los criterios con que se acompañaron cada uno de los cien volúmenes de la colección eran de su responsabilidad. Quienes hemos trabajado con ese material tenemos sus frases cinceladas en la memoria. Para la obra de Luis A. Martínez dijo: “Con A la costa, la cólera se hizo novela”; en el tomo que corresponde a Obras escogidas de Olmedo sostuvo que el poeta exaltó primero “su propio poder de cantar” y cerró la colección con toda su personal investigación sobre literaturas indígenas que abrió el paso a los numerosos caminos de hoy.

Yo quiero recordar en esta columna de homenaje al amigo cercano, al maestro que tuvo muchos gestos significativos para Guayaquil y para la gente de la Universidad Católica en la que laboraba su hermano, el doctor Rodolfo Rodríguez Castelo. Hubo seminarios, cursos, intervenciones para los que se desplazaba desde Quito con gusto y estudiábamos bajo su firme palabra. Rememoro el taller con todo el material que preparaba para los dos tomos de Lírica ecuatoriana contemporánea que publicó con Círculo de Lectores, para el cual venía los sábados por las tardes y nos entregaba los frutos más actualizados de su saber.

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Era de una constancia asombrosa para rastrear publicaciones hasta de los más remotos lugares del país, para fijar el dato con precisión. No le temía a la polémica ni al cruce de criterios, pero siempre con ese talante caballeroso y comedido que lo caracterizaba. Quienes lo trataron de más cerca se referían a exigencias precisas, a aristas de su personalidad. Lo que yo vi fue brillantez, sentido de la oportunidad para crear y publicar.

Me impresionaron más que otros títulos su grandiosa Literatura de la Real Audiencia de Quito, siglo XVIII, por la enormidad de su continente, el preciso catálogo Grandes libros para todos con que dirigió las elecciones de lectura de los escolares del país, su Léxico sexual ecuatoriano, diccionario audaz y curioso como pocos, la variedad de manuales que arrojaban consejos prácticos para la escritura.

El año pasado tuve la fortuna de verlo durante tres ocasiones, todas propicias para el diálogo y para seguir aprendiendo de él, por eso evoco su presencia en la FIL, Guayaquil 2016, donde tuvo dos intervenciones muy lúcidas, volcadas con palabra entusiasta en el testimonio de haber sido el constructor de la colección Ariel y sobre los libros de arte, ámbito que también frecuentó con asiduidad.

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Se fue el maestro Rodríguez. Nunca le concedieron el Premio Espejo, no fue suficientemente honrado en vida. Quedan de su pluma más de cien libros para reparar en su calidad de intelectual y de ser humano.

(O)