Cifras oficiales confirman que a pesar de la ausencia de incentivos, los agricultores con su denodado trabajo han demostrado una vez más su inmenso aporte, no han flaqueado en su titánica tarea de proveer alimentos a toda la nación, así como a contribuir de manera efectiva a la lucha contra el hambre y el abatimiento de la pobreza. Admira conocer que del total de las exportaciones no petroleras del año pasado, las que tuvieron su origen en ese sector (agricultura, ganadería, acuacultura, pesca y forestación), representaron el 81%. Todo su universo productivo hizo que su contribución al PIB, en su versión ampliada, es decir incluyendo la agroindustria y servicios vinculados, sume la respetable cifra del 18%.

Pero lo extraordinario es que la agricultura no tuvo las mejores condiciones como para alcanzar esos logros, al contrario se desenvolvió en situaciones adversas, comenzando por las fuerzas negativas de un cambiante clima, que afectó su productividad e inclusive las últimas manifestaciones del furor terráqueo, que no se extingue, también la impactaron, destruyendo infraestructura de riego, drenaje, construcciones y viviendas rurales, bodegas y potreros, a la par de pérdidas de cosecha, averiadas total o parcialmente en los mismos campos.

Los maiceros fueron testigos impotentes de bajos rendimientos por el uso de semillas híbridas irracionalmente introducidas, sin suficientes medidas preventivas, portando extrañas enfermedades virales, hecho reportado en revistas científicas internacionales, pero en Ecuador en inexplicable secreto oficial, cuya erradicación será difícil, mientras el ansiado autoabastecimiento quedó postergado, indiferente de los avisos públicos de incremento de productividad a 5 toneladas, que de ser ciertos, con las hectáreas sembradas, no hubiese necesidad de importaciones. Paralelamente, el 2016 fue uno de los peores años al decir de los siempre entusiastas arroceros, cultivadores e industrializadores.

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La contribución bananera fue invalorable, aun en la angustiosa espera de un convenio comercial con la Unión Europea que facilitaría su acceso a ese mercado, pero requerirá enormes renunciamientos reconstruirlo, más el costo de un lucro cesante producto de la miopía pública que lo postergó injustificadamente. Se mantienen las amarras de inútiles trámites internos que frenan su crecimiento, sin que se haya descartado, o por lo menos reformado, una ley obsoleta que protege la ineficiencia. Los cacaoteros vieron truncados sus sacrificios por un panorama comercial envuelto en misterios, justificado en la intervención de bolsas internacionales de imposible control y escasa claridad.

Sería interminable la narración de las peripecias agrícolas, pero siempre se descubrirá en ellas la figura valerosa de hombres y mujeres comprometidos con la agroalimentación, haciendo de la agricultura, con todos sus sinsabores, la razón de su existencia, sin inmutarse ante los obstáculos, a la espera de un escenario que haga honor a la filosofía campesina de “la próxima la pego”, justificando la reacción de un dolido granjero con el agua al cuello, que al responder una pregunta periodística sobre su futuro, manifestara: “Esperaré que las aguas bajen para volver a sembrar”, sintetizando la esperanza en una alborada que reconozca su valía e inaugure un bienestar que no llega. Por eso, los lauros del 2016 deben ser para el abnegado trabajo del siempre optimista y batallador agricultor ecuatoriano. (O)