Hace muchos años, cuando ingresé por primera vez a la sala de redacción de un periódico, para iniciar un camino que nunca abandoné, distinguí al fondo a un periodista delgado, con algunas canas y mirada inteligente que las gafas no disimulaban.

Al final de mi primer día de trabajo en el diario El Telégrafo, que entonces era un periódico independiente, tenía claro que Jorge Vivanco, tranquilamente sentado frente a su máquina de escribir, era una autoridad, no porque tuviera un título o un nombramiento, sino por la fuerza de su profesionalismo y su personalidad.

Don Jorge o Jorge, según el grado de confianza que se tuviera con él, era muy exigente consigo mismo y con los demás en cuanto al correcto uso del lenguaje y de la sintaxis. Una rápida lectura era suficiente para que detectara los errores. Lector entusiasta, echaba mano de su bagaje cultural para explicar o interpretar los hechos que debíamos comunicar a los lectores, por eso, no era extraño que al recibir alguna noticia importante, nos reuniéramos en torno a su escritorio para comentar, discutir, opinar pero, sobre todo, para oír lo que él tenía que decir.

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Riguroso en la confirmación de los hechos, destinaba buen tiempo a buscar los antecedentes, las declaraciones, los documentos que permitían deducir que lo que llegó al diario era verdadero y que la audiencia tenía derecho a conocerlo. Se sentía responsable de lo que decíamos y de lo que dejábamos de decir, porque tenía claro que muchas personas tomaban sus decisiones a partir de la información que el diario le ofrecía.

Creo que entre sus sólidos principios ocupaba un puesto importante el respeto a la dignidad de las personas, de todas las personas, sin distinciones económicas, raciales, políticas o religiosas.

Se equivocaba a veces, claro que sí, como todos, pero lo aceptaba con humildad, ayudado por su gran sentido del humor que le permitía, incluso, reírse de sí mismo. Yo, principiante, encontré siempre en él la palabra oportuna y hasta el chiste que me devolviera la sonrisa.

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El tiempo transcurrió y buscamos lo mismo, por diferentes rutas, sin embargo, siguió siendo, junto con don José Santiago Castillo, director del medio, personajes inolvidables que me acompañaron a aprender a caminar en una profesión exigente y de gran responsabilidad, no porque me dieran explicaciones o clases sino, simplemente, con su testimonio, con lo que hacían cada día desde el inicio de la jornada hasta la hora del cierre.

El periodismo es una profesión difícil. Para ejercerla se necesita pasión, creer firmemente en el derecho de las personas a estar informadas y a expresar sus ideas, aunque el ambiente y el momento lo nieguen. Decisión y perseverancia para encontrar la verdad y oportunidad para comunicarla, humildad para aceptar que nos equivocamos, actitud permanente de aprendizaje, capacidad de trabajar en equipo y, sobre todo, mantener un constante diálogo con nuestra conciencia ética a la que debemos formar cada día.

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La desaparición física del colega, que motiva estas líneas, ha sido una buena oportunidad para constatar que, ciertamente, el correcto ejercicio del periodismo es difícil, pero no imposible. (O)