¿A qué sabe Quito? Irene dice que a morocho. Carlos contrapuntea, a él le sabe a fritada. Alfredo se ríe, duda un rato y se decide por el yahuarlocro. María José ni lo piensa: a hornado. Gabriel cree que sabe a..., sabe a... ¡Lo tengo!, grita. ¡A higos con queso!

El grupo de compañeros de trabajo lleva veinte minutos de discusión y no llega a ningún acuerdo. Todos tienen una experiencia distinta con cada plato.

A Santiago, que vive en uno de los valles, en medio del campo, lo primero que se le viene a la mente es la ciudad encerrada por el cemento y el smog, sumida en el frío y la llovizna. Su segundo pensamiento tiene el sabor del café con humitas. Patricia le interrumpe, sabe a ponche...

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El primer acuerdo de la tarde es que en este tema nunca se van a poner de acuerdo. Ninguno tiene una respuesta definitiva. Sus sesudas elecciones, al poco tiempo, cambian. Que si sale el sol “hasta el encebollado tiene su saborcito quiteño”; que si hace mucho frío lo mejor es un locro de papas con queso... Los supuestos van y vienen. Está claro que Quito les sabe a muchas cosas, a veces a todo, a la Costa o al extranjero, pero nunca sabe a nada.

En noviembre llegó a la ciudad el escritor colombiano Alberto Salcedo Ramos y uno de sus primeros comentarios fue '¡qué buena comida hay en Quito, es que no me alcanza el tiempo para probar todo!'.

Lo repetía en sus entrevistas de radio, en sus charlas diarias o mientras dictaba un taller de crónica. En el break de una de aquellas sesiones confesó que una humita lo había seducido desde el primer bocado. Le duró poco la fidelidad, pues al siguiente día dijo lo mismo de las empanadas de morocho y luego, lo mismo de unos bolones de verde. “No entiendo cómo es que Perú y Colombia venden con éxito su gastronomía al mundo y Ecuador se queda teniéndolo todo”, se lamentaba frente a los talleristas, al tiempo que seguía comiendo y preguntando por los platos típicos.

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En los días de fiestas, diciembre entero, Quito se vuelca a las calles. A comprar, a caminar y a comer, por supuesto. Esta ciudad alargada, tan alargada que todo parecería ser norte o sur y nada oriente u occidente, se convierte en un gran mesa que, por decirlo de algún modo, alimenta una paradoja constante: al mismo tiempo que se consolidan las tendencias más saludables o los platos gourmet, más elaborados y refinados, los sitios populares -ricos en grasas y abundancia- se multiplican.

Para el chef Patricio Villacís, el gusto de la gente es un desafío. “La comida del pueblo casi siempre choca con la salud, por ejemplo. En teoría se debe comer equilibrado y sano, pero en la práctica lo más sabroso para la gente está en la grasa, los fritos, el azúcar”.

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Según el Municipio de Quito, en el desfile de los mercados hubo unos 10 mil comerciantes, muchos de los cuales se instalaron en las ferias locales. Ya no son los tiempos exclusivos de las huecas únicas y tradicionales cuyo mérito era ofrecer abundancia y sabor casi desde la marginalidad o desde lo extravagante.

Son días en los que comer en la capital del Ecuador es una inevitable consecuencia de caminar y un precioso pretexto para conversar. Es un ritual de reconocimiento mutuo, que se intensifica en los tiempos de fiesta, pero que es parte de la vida cotidiana de los quiteños.

Para Freddy, las fiestas de Quito saben y huelen a canelazo, una bebida hecha, básicamente, con puntas y canela. La hierven en unas ollas gigantes en las veredas y las sirven en botellas recicladas de aguas, colas o cervezas.

Cuando alguien se acerca a las ollas se puede ver cómo se va perdiendo su figura en medio del vapor que sale de los ollones. Huele a dulce. Así como en las comidas se asume las consecuencias de la cantidad y la calidad de los platos que adquiere, quien se manda una noche de canelazos debe asumir el riesgo de un chuchaqui sobre el que no hay consenso. “Así son las fiestas de Quito”, dice Freddy. “Empiezas comiendo, sigues bebiendo y al otro día pides perdón por todo lo que has comido y bebido”. (E)

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