Maia refunfuña y pasea su pesado cuerpo de un lado para el otro al ser sacada del contenedor en el que fue transportada a su nuevo hogar. Aquí no hay gente que mira boquiabierta a este elefante que pasó su vida en cautiverio. Nadie la golpea con palos para controlarlos ni le pide que haga piruetas como cuando estaba en un circo.

El primer santuario para elefantes de América Latina le permitirá pasearse a sus anchas, sin hacer nada, por 1.100 hectáreas en el Mato Grosso junto con Guida, otro elefante asiático que llegó esta semana. Las dos, y probablemente varias decenas más de elefantes que podrían llegar en el futuro, recibirán atención de un veterinario y podrán disfrutar de esta región boscosa, de colinas con pastizales, peñascos, arroyos y manantiales.

“Las sociedades de todo el mundo se están empezando a dar cuenta de los traumas que se les han causado a estos animales” en cautiverio, expresó Scott Blais, un estadounidense que ya colaboró con una iniciativa similar en Tennessee en 1995 y que ayudó a recaudar fondos para esta empresa. “Hay que aportar soluciones. No basta con decir que necesitan una vida mejor”.

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Para Blais y su esposa, llegar adonde están no fue sencillo. Luego de años de planificación, se mudaron a Brasil hace dos años. Eligieron la nación más grande y poblada de América Latina por varias razones: la cantidad de tierra disponible, la presencia de gente que piensa como ellos y la urgente necesidad de encontrar un sitio para numerosos elefantes que están en Brasil, Argentina y Chile. Empleados del santuario dicen que hay más de 50 elefantes en condiciones similares en América del Sur, que en la última etapa de su vida necesitan un hogar porque los zoológicos cierran o se prohíbe el uso de animales en los circos.

Maia y Guida tienen ambos más de 40 años y ya no pueden trabajar en un circo. Llevan varios años en una granja a 1300 kilómetros (800 millas) en el estado de Minas Gerais. Poco después de ser soltadas en el santuario, Guida se acercó a Maia y las dos se abrazaron.

Blais, director ejecutivo de la organización Santuario Global para Elefantes, de Estados Unidos, y sus socios brasileños se propusieron crear un santuario en una tierra donada en el norte de Mato Grosso, un estado con mucha vegetación y clima tropical, en el que llueve en el verano y los inviernos son secos. La ausencia de títulos de propiedad para la tierra, un problema común en las zonas rurales de Brasil, casi frustra el proyecto. El grupo finalmente compró un terreno en el sur del estado, por aproximadamente un millón de dólares a pagar en cinco años.

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Igual que ocurre en otros santuarios, se instalarán cámaras que permitirán a científicos y curiosos observar a los animales sin importunarlos.

“Hoy por hoy es absurdo tener elefantes en cautiverio”, comentó Junia Machado, presidenta del Santuario de Elefantes de Brasil, la organización que saca adelante el proyecto. “Las cámaras hacen que sea más fácil recabar información sobre ellos. Esperamos que este proyecto inspire otros santuarios”.

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Encontrar qué hacer con los elefantes ancianos es cada día más difícil porque sus hábitats naturales tienden a desaparecer. En Asia la principal amenaza es que cada vez hay menos tierras donde puedan sobrevivir. En África, los animales son cazados ilegalmente por sus colmillos de marfil. Un estudio comprobó que la población de elefantes en ese continente había bajado un 30% entre el 2007 y el 2014.

Expertos dicen que los elefantes no sobrevivirían si son soltados en la tierra de donde vinieron tras vivir toda su vida en cautiverio. El problema de qué hacer con estos animales se está resolviendo mediante la creación de santuarios en Estados Unidos, Tailandia, Malasia y, ahora, Brasil.

La vida en santuarios puede marcar una gran diferencia para estos animales extremadamente inteligentes, con cambiantes personalidades.

Blais dijo que Sissy, un elefante llevado al santuario de Tennessee en el 2000, había sido considerado un asesino después de que un empleado apareciese muerto con las costillas aplastadas en 1997. Se le diagnosticó autismo y tendencias antisociales, y parecía tan traumatizada que se pensó que no duraría mucho. Sin embargo, han pasado 16 años y ella sigue viviendo feliz en el santuario.

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“Vimos que todo eso que se decía de ella no tenía nada que ver con la realidad”, expresó Blais. “Resultó ser uno de los seres más sensibles y complejos que he conocido”. (I)