Carlos Flores Pérez
La docencia y la literatura, sus dos pasiones

Su forma pausada al hablar, precisando cada palabra y entonación adecuada se asemeja a la manera en la que ha llevado su vida, cumpliendo uno a uno sus sueños, pero no de manera apresurada sino paso a paso.

Se trata de Carlos Flores, un hombre de cabellera abundante y de color negro intenso, que se ha consagrado a su trabajo. Es abogado de profesión, músico por afición y maestro por vocación.

Desde hace 40 años es docente de Literatura y tiene casi el mismo tiempo como vicerrector del Centro Educativo Naciones Unidas.

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Él cuenta que su gusto por la docencia lo lleva en la sangre, ya que su abuelo Elías y su hermana mayor, Rosa, fueron profesores.

Carlos asegura que desde estudiante mostraba habilidad para enseñar y hablar con grupos grandes de chicos, sin embargo, al momento de graduarse decidió estudiar abogacía en la U. Estatal, algo que también lo apasionaba y a lo que se dedicó durante unos 25 años.

De manera simultánea trabajaba como profesor de Geografía e Historia en el colegio Adventista del Pacífico, allí permaneció un par de años. Además estudiaba piano y violín en el conservatorio Antonio Neumane, de donde se retiró durante su último año de carrera.

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Luego tuvo la oportunidad de trabajar en el instituto Speedwritting, donde enseñaba la materia de Legislación laboral, combinando sus conocimientos en leyes con su vocación en la docencia.

Carlos intentó estudiar la carrera de docente en la universidad, pero la metodología no le gustó, por lo que prefirió autoeducarse y tomar algunos cursos de capacitación como el de perfeccionamiento en la docencia dictado por el Ministerio de Educación, entre otros.

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En 1975 comenzó como profesor de historia y geografía en el CENU, y luego asumió el cargo de vicerrector y la cátedra de literatura.

Carlos confiesa que siempre estuvo haciendo más de una cosa a la vez, y que este ritmo de vida lo hizo descuidar un poco la parte personal, por lo que nunca se casó. Vive para su trabajo. (I)

Mónica Murillo Villarruel
Su sueño siempre fue convertirse en maestra

Utilizando una pizarra de verdad y unos cuadernos hechos con hojas blancas grapadas en los que enviaba tareas de planas y dibujos, Mónica Murillo se convertía en una profesora, prácticamente todas las semanas.

Este siempre fue su juego favorito desde que tenía 5 años, edad en la que le comentó a su padre su decisión de dedicarse a la docencia, una realidad que luego de 13 años, sucedería.

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Mónica es la directora de la sección primaria del colegio Nuevo Mundo, institución a la que pertenece hace 30 años.

Para ella su preparación educativa aumentó su vocación y sus ganas de ser maestra. Mónica estudió en la escuela Gabriela Mistral, que estaba anexa al Rita Lecumberri, donde se formaban las alumnas maestras. De allí se graduó como maestra de nivel básico.

Su primer trabajo fue en este colegio como asistente y maestra reemplazo durante un año. “La primera vez que me paré frente a un salón sentí un desafío grande, pero a la vez tenía confianza en mis capacidades, era buena comunicadora y captaba su atención cuando me dirigía al alumnado”, dice.

Luego trabajó en el colegio Heydi Capeira, que estaba en Los Ceibos, y después en la escuela María Luque de Rohde, de Santa Gema.

De manera simultánea comenzó a estudiar Psicopedagogía en la Universidad Laica. Allí una de sus maestras la motivó a aplicar a una vacante para la sección primaria, que había en el colegio Nuevo Mundo y ella aceptó.

Fue así como en abril de 1987 comenzó como maestra de primer grado. “Estaba un poco asustada por lo lejos que quedaba el colegio, en ese tiempo cruzar el puente era como irse de viaje, las calles aún no estaban cementadas y solo había el parterre principal, pero siempre mis ganas de trabajar fueron más grandes”, recuerda emocionada.

Mónica estuvo diez años en la primaria, luego pasó a secundaria, donde permaneció 18 y hace dos años volvió a la primaria.

Ella tiene dos hijos: Juan, de 23 años, y Luis, de 22. Ambos estudiaron junto a ella, pero no fueron sus alumnos directos. (I)

Mercedes Acosta
Ser profesora no estaba en sus planes

Con una mirada que transmite pura franqueza, Mercedes Acosta asegura que nunca se imaginó dedicar toda su vida a ser maestra, sin embargo, el destino la ligó a las aulas de clase, ya que desde hace 40 años es profesora de primaria en el IPAC.

Moviendo sus manos y haciendo gestos, ella cuenta que al terminar el colegio, su tía la llevó a trabajar como profesora al colegio Mercantil, así sin nada de experiencia.

Su sueño era ser química farmacéutica, así que luego de 6 meses de trabajo comenzó sus estudios en esto, en la Universidad Estatal.

Conforme pasaban los años de carrera, los horarios se le comenzaban a complicar, pues tenía que dar clases en la mañana y en la tarde, por lo que quería cambiarse de trabajo.

En una fiesta, una amiga le habló de una vacante que había en el IPAC, que en ese entonces estaba en la Kennedy, a la que ella aplicó y luego de las pruebas fue seleccionada. Para esto ya estaba en su tercer año de universidad.

El cambio de ambiente laboral despertó en Mercedes el gusto por la profesión. “Todo era más organizado, se veía un interés de los padres hacia los docentes, me hacían sentir importante y eso me gustaba”, añade.

Mercedes quería ocupar su tiempo preparándose en pedagogía a través de cursos en los que se inscribía y de manera autodidacta, por lo que abandonó los estudios.

El colegio la capacitó. Primero sacó el título de maestra primaria en el Instituto Juan Pablo, luego un masterado en habilidades en la docencia en la U. Santa María y hace tres años una licenciatura como administradora educativa en la Universidad Estatal.

Mercedes está divorciada, tuvo dos hijos, pero el menor falleció a los 7 años con un virus que atacó sus músculos. Ahora vive con su hija, su yerno, sus nietas y dos mascotas, una perrita llamada Malú, y Maraca, una tortuga. (I)

Kléver Rivera Rosero
Para él, poder enseñar es muy satisfactorio

Kléver Rivera se ha formado como maestro en múltiples escenarios, desde escuelas fiscales situadas en las zonas más alejadas de algunos recintos de la Costa, hasta escuelas nocturnas en las que niños, jóvenes y adultos comparten una misma aula; y por último algunas particulares, experiencias que han enriquecido los 40 años que lleva de carrera.

Actualmente, es profesor de Cultura física de tercero de bachillerato e inspector general de secundaria en el colegio La Moderna, donde tiene 25 años trabajando.

Kléver recuerda que se convenció de su gusto por la docencia a los 16 años, con las prácticas dispuestas por el colegio Normal Leonidas García, donde estudiaba.

La primera experiencia preprofesional que tuvo fue en un recinto cerca del cantón Milagro, lugar en el que le tocó vivir, allí comía, dormía, lavaba su ropa y trabajaba.

Al graduarse, su primer trabajo fue como profesor de reemplazo en la escuela 9 de Octubre, en Salitre, allí permaneció un año hasta que nuevamente le asignaron escuelas de la zona rural, ambiente que, asegura, ha sido el que más ha disfrutado.

Una de las experiencias que más recuerda es cuando fue profesor y director de una escuela en el recinto Galápagos, que quedaba por la parte alta de Daule. “Me gustaba el ambiente, ver a las vacas andar, escuchar a las gallinas, jugar fútbol con los niños y luego ir a nadar en el río, la gente era tan amable”, dice.

Ya cuando se estableció en Guayaquil comenzó sus estudios para ser profesor de Cultura Física en la Universidad Estatal, ya que los deportes también lo apasionaban. Por la mañana daba clases en la Academia Naval Guayaquil, por las tardes en la escuela Carlos Saavedra y estudiaba en la noche.

En 1991 llegó a La Moderna, luego de participar en la elaboración de una revista deportiva para la institución. “Para mí, no hay nada más grato que poder ser parte del proceso de formación de los jóvenes”, dice. Él tiene tres hijos y 40 años de matrimonio con Martha Solís, también profesora. (I)