En aulas donde se formaba a los futuros profesores de las primarias más pobres de México, hoy viven padres de los 43 estudiantes de Ayotzinapa desaparecidos desde septiembre 2014 con la esperanza de encontrar a sus hijos vivos.

Algunas madres duermen en un salón con colchones en el piso y redes contra mosquitos, lo que no evitó que una de ellas sea infectada recientemente con Zika. También hay un par de altares con las fotos de sus hijos junto a imágenes religiosas, donde pasan horas rezando.

Un par de padres habitan otro de los salones donde cocinan elotes en una lata a falta de olla y usan un pequeña parrilla eléctrica instalada sobre un trozo de cemento.

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De igual manera vive una veintena de familiares de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Isidro Burgos, en Ayotzinapa, Guerrero (sur), desde el 27 de septiembre de 2014, un día después de que sus hijos desaparecieron.

Las autoridades les aseguraron que sus hijos fueron entregados por policías a miembros de un cártel de la droga, quienes los asesinaron y quemaron sus cuerpos en un basurero.

Los padres nunca creyeron en esa versión y se aferran a la posibilidad que sus hijos están vivos, especialmente después de que expertos independientes rechazaron la conclusión oficial.

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Quienes vivían en poblaciones alejadas decidieron mudarse a la escuela de Ayotzinapa en la lucha para encontrar a sus hijos, e instalarse en aulas dentro de esta escuela de tradición socialista, que tiene retratos del “Che” Guevara, Lenin y otros guerrilleros.

Sin perder la esperanza

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María Elena Guerrero se entristece cuando habla de la desaparición de su hijo Giovanni Galindo y le tiembla la voz cuando dice que creé que está vivo y que ahora tiene 21 años.

Ella duerme sobre un colchón colocado debajo de un pizarrón interactivo tan blanco como las paredes del aula que al igual que el piso lucen nuevos e impecables.

Sobre la pared hay unos versos del fallecido escritor y poeta uruguayo Mario Benedetti escritos en una cartulina: “No te rindas, por favor no cedas, aunque el frío queme, aunque el miedo muerda, aunque el sol se ponga y se calle el viento....”

Hasta los 45 años y antes del 26 de septiembre de 2014, María Elena era ama de casa: cuidaba de sus dos hijos y de su marido, Alfredo Galindo, profesor de primaria egresado de la Normal de Ayotzinapa.

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Regresa a su casa una vez por mes cuando Sandra, su hija menor, de 18 años, la llama “porque se siente sola.” Entonces María Elena pasa días con su familia y luego es la propia Sandra quien la manda de nuevo “a luchar” por su hermano.

Como dejaron sus empleos, los padres reciben donaciones depositadas en una cuenta bancaria. Un papel pegado en una puerta explica que para seguir recibiendo ayuda, deben participar en las acciones en favor de los chicos.

Trabajadora incansable

Lo único que sabe hacer Nicanora García González es trabajar, lo ha hecho desde los cinco años y ha hecho “muchas cosas” aunque es panadera de profesión.

En su casa en la costa de Guerrero tiene un horno de barro alimentado con leña, donde cuece masa. En el cuarto que comparte con María Elena y otras dos mujeres, apenas puede preparar café.

Su trabajo actual es buscar a su hijo Saúl Bruno García. Junto al colchón tiene una mesa saturada donde lo mismo tiene sus medicinas que dos cristos en medio de la foto de su hijo y del hermano de su nuera, también desaparecido: “fueron compañeros desde el jardín de niños, primaria, secundaria, bachiller, acá llegaron juntos y juntos se los llevaron.”

Nicanora dice que cuando no trabaja le duele la cabeza. En los tiempos muertos del activismo político borda en crochet unas servilletas que luego vende: “en cuanto empiezo a tejer se me alivia el cuerpo y me deja de doler la cabeza.”

A sus 57 años luce cansada, pero es fuerte. Confiesa que cada vez que ve a un uniformado siente coraje y se lo dice a la cara. Uno le respondió una vez que él no había hecho nada: “lo siento tía, si yo estuviera desaparecido seguro mi madre también me estaría buscando.”

Dispuesto a todo

Margarito Ramírez es un campesino que siempre ha estado dispuesto a todo por sus cuatro hijos. Vivió ocho años solo en Estados Unidos para mantenerlos y ahora lleva dos años en Ayotzinapa para encontrar a uno de ellos: Carlos Iván Ramírez Villarreal.

En una pequeña parrilla eléctrica cocina frijoles y maíz. “Es la comida de los pobres“, dice. También junta latas de aluminio para venderlas, se requieren cerca de 70 para un kilo que será pagado en promedio a un dolar.

El aula la comparte con el padre de otro de los desaparecidos, quien duerme sobre unas cajas de cartón. “Él ya no alcanzó colchón“, dice Margarito.

Entre las pocas pertenencias que carga consigo este hombre de 59 años, está la copia de un estudio del grupo de expertos independientes que investigaron el caso por mandato de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

En él se dice que el teléfono de Iván Ramírez fue activado dos veces al día siguiente del secuestro, sin que la fiscalía mexicana registrara “ninguna diligencia” para esclarecer este hecho, lo que hace pensar a Margarito que su hijo puede estar vivo.(I)