Los terroristas espontáneos se han convertido en la pesadilla de las fuerzas de seguridad de toda Europa. Es que nadie puede prever a un loco, un enfermo o un ignorante sacado y con mucha bronca que decide arremeter con sus armas contra ciudadanos comunes y corrientes que comen hamburguesas en un fast food de Múnich. Se puede hacer algo contra quien trata de seguir vivo después de cometer una masacre, pero no se puede hacer nada contra el que muere matando. Pasa en Europa, en Estados Unidos y sobre todo en los países islámicos de Oriente, donde hay tres veces más atentados y más muertes que en Occidente, lo que pasa es que ni nos enteramos. Además hay que decir que estas matanzas no siempre se deben a cuestiones políticas; a veces es un desequilibrado que se desquita de sus parientes, de su novia, de su maestra, sus compañeros o sus vecinos. De todos ellos el más loco fue el piloto alemán de Germanwings que el año pasado decidió suicidarse estrellando en los Alpes su Airbus con 150 personas a bordo.

Dicen que son lobos solitarios y que esto dificulta hasta el infinito la prevención de los atentados. Animales esteparios, extremistas secretos, exhibicionistas suicidas o simplemente ingresantes por la vía rápida al califato, son tipos que deciden por su cuenta inmolarse matando a todos los que pueden en lugares públicos; suicidas que aprenden de otros suicidas –el suicidio es contagioso– y que en lugar de pegarse un tiro en el baño se van al otro mundo acompañados de todos los que les permite el cargador. Dicen que son gente que no tiene ninguna conexión con nada ni con nadie, pero las organizaciones que lucran con los atentados se apuran a reivindicar gratis el atentado en cuanto el chiflado o el fanático sin luces propias concretan su masacre.

Los franceses encontrarían la respuesta si leyeran la historia del terrorismo en América Latina: todos los movimientos guerrilleros que pretendían tomar el poder por la revolución –no les alcanzaron nunca los votos– parasitaban los golpes militares para enarbolar ellos la bandera de la lucha contra los dictadores.

La pregunta que se hacían los diarios franceses de estos días posteriores al degüello de un cura que celebraba una misa mañanera para sus feligreses era ¿por qué? Y no lo hacían para enojarme porque estoy seguro de que no saben que odio que los diarios hagan preguntas a sus lectores: los periodistas estamos para contestar las preguntas que se hacen las audiencias y en todo caso para preguntar en su nombre a los protagonistas de las historias, a los políticos y a los poderosos. Los franceses encontrarían la respuesta si leyeran la historia del terrorismo en América Latina: todos los movimientos guerrilleros que pretendían tomar el poder por la revolución –no les alcanzaron nunca los votos– parasitaban los golpes militares para enarbolar ellos la bandera de la lucha contra los dictadores. Y si ya hay democracia, se la desestabiliza para provocar el golpe que los habilite. Lo han dicho siempre los protagonistas y está en los libros que cuentan la historia reciente de nuestra América, donde las dictaduras fueron el caldo de cultivo del extremismo revolucionario.

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Al integrismo islámico le conviene que Europa se radicalice. Es así de sencillo. El Islam extremo ganará muchísimo si en la civilizada Europa triunfan los ultranacionalismos del signo que sea. En los cuarteles generales de Daesh (el califato que algunos mal llaman Estado Islámico) celebran con tiros al aire cada triunfo de Marine Le Penn y de Donald Trump. Al Qaeda y el Talibán están encantados con el brexit y con Boris Johnson hablando paparruchadas sobre los inmigrantes. Ellos saben que después de cada masacre suben las acciones de los partidos que odian a los inmigrantes musulmanes, y con el odio de Europa ellos reclutan fanáticos para sus guerras y para seguir matando inocentes en Europa. En cambio se deben pegar un tiro en el pie cada vez que Francisco apela a la misericordia y el perdón y condena a los que matan en nombre de Dios. En la carrera del odio gana siempre el que más odia, por eso no hay otra que seguir intentando el camino del amor y el perdón, que es lo que construyó a la actual Europa desde 1950. Llevamos miles de años intentándolo, pero ya se ve que hacen falta algunos más.

Si el extremismo islámico consigue sembrar el odio contra ellos mismos habrá ganado la guerra. Por eso el gran desafío para Europa y Occidente es reafirmar sus principios de convivencia democrática en lugar de ceder a la tentación de radicalizarse en los extremismos que construyen poder con el odio. Mientras tanto algo podemos hacer aquí y ahora con educación y buen ejemplo, para evitar los posibles lobos solitarios, los falsos kamikazes y los locos de atar que deciden suicidarse con espectáculo, como si fueran protagonistas de un reality-show. (O)