Al principio de los años veinte del siglo pasado, Ecuador atravesaba por una gran crisis económica, el costo de la vida alcanzaba niveles muy altos y la moneda ecuatoriana se desvalorizó.

Los obreros reclamaban mejores salarios, reducción de horas de trabajo y la incautación de los giros internacionales; al no ser atendidos, se produjo la primera gran huelga de los trabajadores en el mes de noviembre. Durante una semana Guayaquil vivió sin alumbrado público y sin abastecimiento de alimentos y miles de ciudadanos se manifestaron en las calles pidiendo soluciones inmediatas. El 15 de noviembre se combatió la manifestación con el uso de la fuerza y se produjo la masacre que reseñó este Diario.

 

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El Sacrificio de un Pueblo

Hora de luto y de lágrimas
Los obreros desviados y llevados a la esterilidad
Y a la muerte
El desconcierto y la locura de los extremos
La ciudad sitiada por el Hambre y la Prensa Acallada

LOS RESPONSABLES DE LA HECATOMBE DE AYER

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Después de una prolongada serie de reclamos brotados al impulso del hambre y de otros muchos padeceres del pueblo, después de ansiedades y angustias, ha llegado para Guayaquil el momento de amargo desconcierto enrojecido por la sangre y ennegrecido por la muerte.

Por una especie de fatalismo, la situación que hoy deploramos no es un resultado de la caprichosa casualidad ni de un intempestivo movimiento popular. Hace tiempo que venimos observando la desorganización en que vivimos. La insaciable codicia, las desaforadas ambiciones de unos cuantos han llegado a formar ya insoportable cúmulo de intereses creados que van absorbiendo y arrollando todo en el tétrico y desierto campo de la vida económica de la Nación.

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Empero, lo más dolorosamente grave que ha llegado a resaltar en el presente estado de cosas, es el maléfico influjo de esas ambiciones que ante la satisfacción de sus proyectos no se han detenido en aprovechar de los sufrimientos y de la ignorancia de la mayor parte del hambreado pueblo.

Al mismo tiempo que los oportunistas procedían amparados por la estulticia y la apatía de los de arriba, levantaban el estandarte de la justicia y de la conmiseración hacia el gran sufriente, para tirar su anzuelo al mar revuelto de las estrecheces populares.

De ahí que un justo y universal reclamo, que pudo y debió reducirse a sus naturales límites, dentro siempre de los derechos reconocidos para esta clase de conflictos entre capitalistas y trabajadores, hemos visto brotar inusitados y censurables abusos dignos de inmediata represión y condena. Entre estos, ninguno más detestable que la especie de sitio impuesto a la ciudad, presionándola por el hambre, sin advertir que con estos arbitrios se atentaba contra desgraciados ancianos, enfermos y niños; que al incalificable procedimiento de envolver a la población en la más completa oscuridad durante las noches y la agresiva actitud asumida contra la prensa. (I)