A 100 metros de una chanchera, en medio de olores nauseabundos e insalubridad, permanece un grupo de 187 personas que salió de la isla de Muisne, por miedo a los continuos movimientos telúricos registrados desde el 16 de abril pasado.

Están en La Chanchera, un criadero de cerdos que abastece el mercado en Esmeraldas. Allí escasean los alimentos y la medicina; los médicos no los asisten y para reubicarlos en los albergues, preparados por el frente social del Gobierno, las personas deben demostrar que sus viviendas tienen un sello rojo, que identifica que sus casas colapsaron; de lo contrario, deben regresar a la isla.

Esas disposiciones preocupan a Karen Cotera, Evelin Vilela, Elena Magni y Argentina Colobon, madres que establecen turnos para la cocina, cuidan a los niños y arman guardias en las noches para alertar en caso de réplicas.

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El miércoles 18, personal del Ministerio de Inclusión Económica y Social (MIES) los visitó y anunció que solo siete de las 28 familias serán reubicadas en el albergue Muisne 1, a un kilómetro del lugar y que ya acoge a 76 familias.

Las mujeres dicen que todos deben ser reubicados y que no quieren regresar a la isla, por el miedo a los movimientos y porque sus casas están destruidas.

Llegaron a La Chanchera porque Antonio Marcillo, cuidador del sitio, el día del terremoto, los invitó a pasar la noche, pero ya llevan más de un mes y el dueño, Julio Cesar Vélez, ya pidió que desocupen.

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Entre las personas refugiadas hay 32 niños que en su mayoría deberían ir a la escuela. Karen Cotera, matriculó a su hijo de 7 años en la isla de Muisne, pero no ha ido a clase y dice que tampoco piensa mandarlo, porque teme que un temblor la sorprenda sin su hijo.

José Villacrés tiene cuatro niños y a ninguno ha matriculado, por el mismo motivo.

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Argentina Colobon está en La Chanchera junto con su madre de 87 años, que tiene la presión alta. Dice que ya no quiere vivir en la isla, pues el pánico se apoderó de ella.

A las 18:00 del jueves 19 llega Elena Magni cargada de una saca con unas 100 conchas. Tiene 46 años y toda su vida ha recogido esos moluscos, se queja de que nadie llegó a comprar, que los restaurantes están cerrados y que la isla parece pueblo fantasma. “Tenemos miedo, porque si nos coge un temblor no sabemos para dónde correr, pues cruzar el brazo de mar solo se hace en lancha, usted se imagina lo que es eso”, relata.

La cocina es comunitaria. “En la mañana se prepara una agua de hierbaluisa para engañar el estómago, al mediodía se hace un arroz con lenteja; en la noche se come arroz, ya nos queda solo un quintal de arroz, y lo que hemos hecho es extender un cabo en la vía para pedir alimentos”, narra Magni.

Los niños comienzan a tener problemas respiratorios y dérmicos, al parecer por la insalubridad. Entre ellos hay uno con la pierna enyesada, producto de una caída en momentos del terremoto. Últimamente no lo ha evaluado un médico.

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Los hombres, en su mayoría, van a la isla a cuidar sus pertenencias y regularmente regresan en la noche una vez que dejan asegurado sus casas. No hay trabajo y tampoco han salido a la pesca. (I)