“Ya no quiero regresar a Bahía”, dice con voz determinada Angélica Quijije, de 36 años, mientras revisa con la mirada las fotografías de su familia que cuelgan de las paredes de la casa de Miguel, su padre, en la ciudadela Sauces 6, en el norte de Guayaquil.

En muchas de ellas, que comparten espacio con otras del pasado periodístico de su padre, aparecen sus hijos, de 10 años, de 17; y su esposo Hugo, de 39.

Fija su atención en sus rostros como confirmando que no perdió a ninguno aquel sábado 16 de abril cuando la tierra tembló en su natal Bahía de Caráquez y algunos de sus vecinos perdieron la vida.

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Enseguida compara ese terremoto, que afectó a otras ciudades costeras y que hasta el momento ha cobrado la vida de más de 660 personas, con el que le tocó vivir hace 18 años, también en Bahía.

Se inclina un poco para demostrar que en 1998 todo se movía de un lado a otro. Y no puede evitar una crisis nerviosa cuando recuerda que el sábado 16 la tierra succionó la vivienda de sus suegros, donde se encontraba con su familia, en el barrio Pedro Fermín Cevallos y la volvió escombros.

La misma suerte corrió la suya, ubicada a cinco casas, donde también perdió un pequeño negocio de víveres.

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Recuerda que su esposo casi muere al salvarla de caer al vacío cuando estaban en la entrada de esa casa, ubicada en un cerro. “Estábamos sentados en un borde, conversando cuando empezó el terremoto”, describe agitada.

“Yo caía, pero mi esposo me empujó hacia atrás y cayó él, dos piedras golpearon su pierna y así escaló y sacó al pequeño de la casa”, sigue Angélica con su relato.

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Para calmarse abraza al menor, quien salió con ella de Bahía dos días después del terremoto cuando su padre los trajo a Guayaquil.

Lo aprieta fuerte, acaricia sus mejillas y lamenta que no pueda hacer lo mismo con su esposo que sigue en esa localidad manabita, hasta ayer acompañado por su hijo mayor quien tenía previsto llegar a Guayaquil.

Cuenta con resentimiento que su esposo no puede salir de la ciudad porque debe reportarse diariamente en su trabajo, aunque no haga nada. Ahora, a más de 250 kilómetros de distancia a Angélica no le queda más que recoger alimentos, agua y ropa para él y su familia política que permanecen en un albergue.

Todo se acumula en la pequeña sala de Miguel, enlatados de atún, arroz, galones de agua, botellas de jugo para llevar a Bahía.

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Pero en su futuro ya no aparece su pueblo natal, hace planes en Guayaquil, tal vez un negocio, dice, para mantenerse y ayudar en la casa de sus padres. (I)