“Lleve a dólar las de vidrio, las lupas. Lleve a dólar las lupas de vidrio. Lleve que se acaba”. Es común que el “lleve” y el “a dólar” se repliquen en las calles céntricas de Guayaquil, ciudad considerada el motor comercial del país y que este mes festeja 195 años de independencia.

En este caso, el repetitivo anuncio corresponde a José Icaza, de 66 años y quien intenta que los transeúntes y conductores compren el producto que oferta en una zona donde el comercio formal contrasta con la informalidad de los vendedores ambulantes: en la avenida 9 de Octubre.

Ahí, a lo largo del bulevar, entre el Malecón y Boyacá, se asientan unos 35 locales comerciales del sector formal. Ofertan comida, zapatos, lentes, cámaras, artículos para el hogar, cosméticos, medicinas. Y así también es evidente la informalidad: vendedores de aguas, carcasas para celulares, lustradores... En ese ambiente Icaza lleva cuatro años.

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Durante diez minutos que este vendedor de lupas, de ojos azules, cabello gris y de 1,65 de estatura, permanece en la esquina de 9 de Octubre y Pedro Carbo, pasan también por la avenida dos carameleros, un lustrador de zapatos, dos vendedores de lotería y otros seis vendedores de agua.

Basta alzar la cabeza y observar al otro lado de la calle, hacia el sur o al norte, para ver desfilar a más y más comerciantes informales, en contraste con los negocios formales. Así de intenso es el comercio que se desarrolla en Guayaquil.

“Agua, a 25 (centavos) el agua”, gritan otros informales, al igual que José lo hace para promocionar sus lupas. “No se quedan mucho tiempo, pues los policías metropolitanos los pueden sacar del lugar”, señala José. Explica que necesita trabajar para llevar dinero a su casa y aportar también al IESS para su jubilación.

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Afuera, en la calle, José logra vender dos lupas en diez minutos, una venta a la que califica de “floja”. Adentro, en los locales, donde se cumple el comercio formal, los vendedores esperan el ingreso de clientes que pasan y observan el producto desde las vitrinas.

Según la Cámara de Comercio de Guayaquil, que se basa en datos del censo del 2010 del INEC, el comercio al por mayor y menor es la actividad más alta de entre los sectores. Representa en Guayaquil un 30,1%, seguida por las industrias manufactureras, con 13%. Por detrás van el sector de la construcción (8,4%), transporte y almacenamiento (7,6%), enseñanza (5,4%), hotelería y servicios de comida (5,1%), entre otros rubros.

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Agrega que en la ciudad hay más de 87.000 establecimientos económicos.

Entre los socios de la Cámara de Comercio, el 36% corresponde a la pequeña empresa, el 29% es sector microempresarial, el 23%, mediana; y la gran empresa, el 12%.

Lo comercial, en el ADN del guayaquileño

La actividad comercial en Guayaquil surge con su río. Navegando por el Guayas, llegaban al puerto las canoas cargadas de productos. Juan Carlos Díaz-Granados, director ejecutivo de la Cámara de Comercio de esta ciudad, asegura que el ADN de un guayaquileño es el ADN de un porteño. “Para entenderlo, Buenos Aires y las ciudades que son puertos en el mundo tienen un comportamiento diferente, es un comportamiento comercial, bastante abierto”, ejemplifica el directivo.

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El historiador Guillermo Arosemena coincide con que, efectivamente, Guayaquil se debe al puerto. “¿Pero por qué se debe al puerto? Porque cuando una ciudad está cercana a un puerto, tiene corrientes modernizadoras, porque hay un tráfico de personas de diferentes partes del mundo”.

Explica que el desarrollo empieza a darse en los años 1800. “Guayaquil estaba expuesto a recibir ciudadanos de países que tenían un modelo diferente al modelo español. Por aquí pasaban ingleses y estadounidenses, esos países habían cambiado su modelo económico, habían dejado de ser mercantilistas para ser competitivos”, resume.

La historia del Guayaquil comercial es tan larga como compleja. Su fortaleza, el puerto, también fue una debilidad. Por ahí llegaban los piratas que robaban a los comerciantes y, posteriormente, a las industrias. También había poca población, lo que se traduce en un mercado con pocos consumidores.

Arosemena explica que en 1820, el año en que se independiza, había un promedio de 20 mil habitantes. Décadas más tarde, cuando se destruye la actividad textil artesanal y se acaban los bosques de quina, comenzó a haber inmigración de ecuatorianos a Guayaquil. “Entonces esa fue una oportunidad porque comenzó a haber consumidor. El mercado se amplió”, refiere el historiador.

En las primeras décadas del siglo XIX la ciudad se iluminaba con aceite de ballena. En 1850 se instala la primera planta de gas para iluminar con gas. 

Para 1880 ya se instala el cable submarino, que viene hacer el internet del siglo XIX. “Se mandan mensajes a través del cable submarino, que tarda 24 horas en llegar, versus los cinco días que tardaban las cartas. Y esto ayudó a fomentar las comunicaciones de los negocios. El cableado entraba por Salinas y llegaba hasta Guayaquil, pero después el Gobierno se interesó para que en la Sierra también mejoren las comunicaciones”, explica.

“Como podemos ver, los guayaquileños fueron pioneros de la modernización del Ecuador”, sintetiza Arosemena.

El crecimiento poblacional llevó el comercio hacia el norte, sur, este y oeste de la ciudad.

Cómo vendió y vende el 'guayaco'

El libro Del tiempo de la yapa, de la también historiadora Jenny Estrada, destaca el buen trato, la educación y ornato que mantenían los ‘caramancheles’ en los cincuenta y sesenta del siglo XX.

Ya en el siglo XXI, la situación de los vendedores ambulantes ha cambiado: De tener un puesto fijo, han salido a recorrer las calles y con ello tanto el ornato como la cordialidad de los vendedores -e incluso de los compradores- quedó a un lado.

Hoy, en la 9 de Octubre se observa el brusco cambio en la venta. En su intersección con la avenida Malecón Simón Bolívar el voceo es así:

- “Agua, brother, agua heladita, agua. ¿Uno nomá quiere?”

- “Agua mami, agua. Lleve agua”.

¿Qué pasó con la informalidad? Arosemena reflexiona que el comercio informal guarda relación con el estado en que se encuentra la economía y que este “es un efecto social que ha ido creciendo”.

“Yo no recuerdo en los años cincuenta ver gente vendiendo en la calle, como en los años ochenta, noventa. La informalidad ha estado relacionada a la situación económica, sin dudas”, dice.

En Clemente Ballén y García Avilés, la diversidad comercial es notoria. Allí, con los burritos en una esquina, están los vendedores de espumilla, piña y mango.

En la otra esquina está el vendedor de champú y la motera.

No permanecen mucho tiempo en el sector y están siempre atentos y prestos a correr “por si acaso” los policías metropolitanos los sacan del lugar llevándose sus fuentes de ingreso, dicen.

Obligados a facturar

A pie más informales recorren la calle Clemente Ballén, que en solo una cuadra, posee casi 40 locales, en los que se expenden tarjetas, recuerdos, ropa infantil, artículos de bazar, para el hogar, productos varios. Hacia esta parte del comercio llegan decenas de clientes.

La formalidad tiene comodidades frente a la informalidad. Pero esa ventaja trae consigo obligaciones, como la facturación. Así lo reconoce Darwin Patiño, quien desde hace 12 años trabaja en el local que era de su padre en el sector de la Bahía. Desde hace unos cuatros años, cuando se formalizó el negocio, el Gobierno les obligó a facturar. “Las ventas no son buenas para tanto trámite”, se queja.

Antes, asegura, las ventas superaban los 100 dólares de ganancia diarios, mientras que hoy el promedio de venta por día es de apenas 3 productos. 

Se esperanza en estos meses de octubre a diciembre, el tiempo “pepa” por las fiestas de Navidad y fin de año. Es que el comerciante guayaquileño es, como dice Díaz-Granados, optimista.

“Buscamos la forma de hacer las cosas mejor, somos unos generadores innatos de fuentes de trabajo y, por ende, contribuyentes de impuestos. Y adicionalmente creemos en la prosperidad”. (I)