El aguacero no tenía clemencia. Los charcos (cochas) llegaban hasta los tobillos. Una señora envuelta en un poncho de plástico reflexionaba: “Es una prueba divina; solo el que tenga fe aguantará hasta ver al Papa”. Era la tarde del lunes y aún faltaban 17 horas para que Francisco I llegara al Parque Bicentenario.

Alrededor de la señora, los feligreses armaban con apuro sus carpas para guarecerse. Entre la multitud estaban tres ancianas y dos muchachas apretadas bajo un paraguas que, en medio del torrencial, parecía un enjuto mondadientes. Estaban empapadas tanto como sus mochilas y las cobijas que habían traído para soportar la noche.

Llevaban nueve horas de hacer cola y de buscar un sitio y, cuando al fin encontraron uno a unos 200 metros del altar, se dieron cuenta de que no podían seguir más, que tenían que regresar a casa. “¡Cómo va a llover en pleno verano!”, reclamaba una a su destino. Pese a la resistencia que ponía su ánimo, las cinco recogían mecánicamente sus cosas. Una anciana reclamaba: “Pero va a ser una bendición estar aquí, ¡estamos tan cerquita!”, y las lágrimas que llenaban sus ojos eran el indicio de que la contradicción entre su fe y su fuerza había llegado al límite.

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Pasaron las mujeres cabizbajas en su retirada junto a otras tres tan empapadas como ellas que se reían bajo la escasa protección de un plástico.

La del medio era Ximena Ramos, de 41 años. Vestía camiseta, licra y chancletas. ¿Y ustedes sí vinieron preparadas? ¿Tienen carpa? “No”. ¿Y trajeron comida? “Tampoco”. ¿Y el hambre? “Ya comimos toditos de mañana”. “Toditos” era su familia, los Ramos Vivero, un grupo de 25 personas reunido a unos metros.¿Y sus bufandas? “No tenemos” ¿Y cómo entraron? “Ahí nos entramos de una”.

El ingreso al parque dividió a los fieles entre “los de bufandas” y “el público”. Había tres espacios: las primeras filas, intocables, estaban reservadas para las autoridades y los cercanos a la cúpula eclesiástica; el siguiente bloque era para “los de bufandas”, feligreses activos en sus parroquias que habían recibido esa prenda para ser identificados en el parque; y el último segmento era para el resto, “el público”.

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Los voluntarios que ayudaron a la organización gritaban: “los de bufandas a la izquierda; el público a la derecha” y controlaban que nadie se colara en el lugar equivocado.

“Lo que es Diosito tan lindo. Solo queríamos estar cerca, porque no ve que papito Dios está a través del Papa. Dijimos ‘queremos estar enteritos, unidos, somos familia’ y nos dejaron entrar”, contaba Ximena. Ya eran las 20:00 y ella estaba cobijada, sentada en el piso sobre un plástico, rodeada por sus parientes.

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Había niños, jóvenes y adultos. El calor humano ponía resistencia al frío.

Ximena llevaba una chompa del movimiento Juan XXIII, un grupo católico internacional que realiza retiros espirituales. Ella acude a las reuniones de esa organización cada jueves en la parroquia de su barrio, Pisulí, ubicado en la periferia noroccidental de Quito, en las faldas del Pichincha.

Asistir a esos encuentros se llama perseverar. Ahí los fieles escuchan misa, adoran al Santísimo, oran, estudian la Biblia, reciben la bendición y comparten comida. “Ya son seis años que le sirvo así a mi Señor con todo mi amor, con todo mi corazón, con toda mi fe”, contaba Ximena mientras sus familiares iban cayendo dormidos escuchando las reflexiones espirituales que salían de los altoparlantes.

Un sacerdote, desde una tarima dispuesta junto al altar, contó su pobreza durante la niñez y la juventud, y su emprendimiento ecónomico en la adultez, que resultó fatuo frente a las riquezas espirituales que alcanzó en la Iglesia.

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Un vendedor ambulante pasó junto a los Ramos vendiendo chifles. Compraron unas fundas para repartirse entre quienes todavía estaban despiertos y quienes alcanzaron a tomar algo. Esa fue su merienda.

Al poco rato, todos dormían menos Ximena, que sentada se aseguraba de que su esposo y sus tres hijos estén cobijados.

En la tarima, un padre de familia difundía su alegría por colaborar a la iglesia: su esposa como catequista, su hijo mayor como músico y el menor como monaguillo. Cuando el hogar unido sirve a Dios -concluía- el trabajo se bendice y las utilidades se multiplican. Mientras tanto, Ximena -con un par de bocados en el estógamo-, se daba cuenta del intranquilo sueño de su hija. Se sacó la chompa y la cobijó. Al fondo se oía una canción: “Seguir tu caminar, Señor. / Seguir sin desmayar, Señor...”. Contemplando a su familia, Ximena se enjugó una lágrima.

En la madrugada, una lluvia despertó a todos. (I)