Coexisten el uno junto al otro en medio de vías, parques, urbanizaciones, malecones y hasta explotaciones mineras. Por un lado, el uno crece fragmentado en terrenos baldíos o en las partes altas de los cerros. Del otro costado, las copas de sus árboles se elevan en las riberas de los ramales del estero Salado como una densa masa de vegetación.

Ambos son el hogar de aves, como la lora frentirroja que en el día vuela en bandadas en busca de alimento a las partes altas del Bosque Protector Cerro Blanco y en la noche baja a dormir sobre el follaje al pie de las aguas salobres del estero en Puerto Hondo. Son el bosque seco y el manglar, dos ecosistemas que antaño dominaban la geografía de lo que hoy es la zona urbana de Guayaquil y que coexisten divididos por la vía a la costa, el nuevo polo de crecimiento.

De los dos ecosistemas que caracterizan a las zonas naturales de esta ciudad, el bosque seco es el más frágil porque sus especies de flora tienen lento crecimiento, es de fácil acceso y está siendo estrangulado o fragmentado por la expansión urbana.

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Un informe de consultoría elaborado por Eric Horstman, administrador de Cerro Blanco, y presentado en diciembre del 2012 al Ministerio del Ambiente, establece que las áreas que tienen algún tipo de protección en Guayaquil enfrentan amenazas como la cacería, la tala de árboles para fabricar muebles o carbón, la quema de bosques para la siembra y las invasiones.

El informe identifica posibles impactos como la construcción de nuevas vías que aíslen aún más a áreas como Cerro Blanco, amenazado también por la minería por su cercanía a “las canteras con voladuras y producción de polvo que afecta la flora y fauna”, establece el informe.

Horstman afirma que falta concienciar a la población sobre el valor del bosque seco. “Hay la idea de que un parque siempre debe estar verde y se siembran ese tipo de plantas que requieren agua de riego constante, sin aprovechar las condiciones del entorno”, dice.

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El bosque seco contiene especies que podrían utilizarse con un valor turístico si se las integra a las áreas verdes de la ciudad, lo que le daría un carácter distintivo a la urbe, con la presencia de árboles como los guayacanes o los pijíos, según Horstman.

Cuenta que un ejemplo de ello es Río de Janeiro (Brasil), ciudad que cobija al Parque Nacional da Tijuca, un bosque donde se construyó el monumento del Cristo Redentor.

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En Guayaquil hay 1.892 ha de áreas verdes, incluyendo parterres, parques, plazas, canchas, riberas, jardines y cementerios, según el Municipio.

Otro problema es que no se han aprovechado para el desarrollo las funciones ecológicas de ambos ecosistemas. Los árboles nativos del bosque seco, por ejemplo, tienen hojas que terminan en punta para que el agua de las lluvias caiga de forma gradual evitando la erosión, dice Nancy Hilgert, consultora ambiental. “Acá lo que se ha mantenido en estado natural yo creo que ha sido más por accidente que por objetivo”, sostiene Horstman.

El manglar, en cambio, tiene la función de actuar como una barrera natural frente a las inundaciones, afirma Mireya Pozo, especialista en ese ecosistema.

Los procesos de relleno para urbanizar zonas como el suburbio, isla Trinitaria y Las Malvinas, en el sur de la ciudad, y Urdesa, Mapasingue y La Prosperina, en el norte, exterminaron la mayor parte del bosque de manglar, que hace 50 años tenía una extensión de 655 ha, según investigaciones realizadas por estudiantes de Comunicación Pública de la Ciencia y la Tecnología de la Espol. Pozo dice que al menos el 40% de la ciudad está asentada sobre lo que era bosque de manglar, en un escenario de hace décadas cuando había menos conciencia del valor de ese ecosistema.

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A Mauricio Velásquez, exdirector de Medio Ambiente del Municipio de Guayaquil, le preocupa la ejecución de actividades extractivas en las inmediaciones de áreas protegidas como Cerro Colorado, de las que se extrae cascajo, piedra y arcilla para relleno. “Destrozan esos cerros dejando pendientes de 90 grados para sacar material e ir rellenando las orillas”, dice Velásquez, refiriéndose a las riberas de ríos como el Daule, donde se extendía otro de los ecosistemas ya casi desaparecido, el de las llanuras inundables.

La instalación de urbanizaciones y de malecones o parques en las riberas se realiza sin aprovechar la función del manglar de evitar inundaciones. Ello se evidencia en sectores como las Malvinas, en el sur de la ciudad, donde el Gobierno construyó un malecón en las riberas del estero y sembró árboles de otro ecosistema con fines ornamentales.

Descargas al estero

A ello se suma otra amenaza aún por resolver, las descargas de aguas residuales domésticas e industriales al estero que afectan al ecosistema manglar. “Hay quejas de que las plantas de tratamiento de las aguas servidas de las ciudadelas de la vía a la costa no funcionan de forma adecuada”, dice Velásquez.

“La tala o el relleno afecta el flujo de agua que necesitan estos árboles. Este estrés hace que el manglar sea susceptible a plagas”, agrega.

La caída de árboles de manglar que se da en distintos puntos de la ciudad evidencia que están enfermos, aunque faltan estudios para verificar las causas de este fenómeno, concuerdan Hilgert y Horstman.

Perfecto Yagual, jefe de los guardaparques del Bosque Protector Cerro Blanco, uno de los últimos remanentes de ecosistema seco que bordea por el oeste a la ciudad, ha observado cómo el entorno natural se ha ido transformando. Llegó a la zona de la vía a la costa en 1958 procedente de Libertador Bolívar, en Santa Elena. Cuenta que en ese entonces el bosque seco ya empezaba a competir con pastizales en fincas que estaban en manos de extranjeros, como la hacienda Paleobamba. “Pese a los potreros, igual se veían saínos, aves, venados en los bordes de la carretera. Ahora hay que internarse más en las partes altas para verlos”, dice Yagual, quien recuerda lo común que era ver en las calles de Guayaquil la venta de frutos como el caimito que se extraía del bosque.