En la orilla del estero Salado, donde improvisados puentes de madera eran la única conexión con tierra firme, Nelly Quevedo junto a sus padres levantó su casa con caña y madera, hace tres décadas. En ese tiempo, a esa zona ya se conocía como Santiaguito Roldós.

Hoy, su casa es de cemento y está a unos setenta metros de distancia de las riberas del estero. El relleno hidráulico que se colocó en 1993 permitió que se habite rápidamente.

Diez años más tarde, la tierra y el lodo fueron reemplazados por asfalto y servicios básicos. Las viviendas también mejoraron, son pocas las de construcción mixta y de caña que aún quedan.

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Los coloridos adoquines que hay en algunas vías se transforman –un domingo en la mañana– en una pasarela de mujeres esbeltas, en su mayoría de raza negra, que bambolean sus caderas al escuchar la melodía de una salsa que llega y se va con el paso de una tricimoto.

El comercio también se mueve. En esquinas y portales de algunas viviendas hay negocios de comida o tiendas. Y mientras los niños, en su mayoría descalzos, juegan pelota o al ‘pepo y trulo’, algunas madres tienden la ropa en cordeles improvisados en sus ventanas.

En medio de este panorama, policías pasan en motos y carros cada quince minutos.

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“Mija, usted no sabe que los visitantes deben llegar con resguardo, sino aquí los bajan”, vocea una de las habitantes que, tras persignarse, encomienda a Dios a dos extrañas que estaban en busca de una amiga.

Y aunque el sector luce como una zona regenerada, la inseguridad es un problema. La juventud es la más vulnerable. Según los habitantes, algunos de ellos están perdiéndose en el mundo de la droga y la delincuencia.

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Ante esta problemática social, las integrantes de la Asociación Carlos Concha, que trabaja con los habitantes del sector desde hace cinco años, piden a las instituciones públicas que se creen espacios en los que se les enseñe oficios que les den oportunidades de trabajo.

Por el empuje y unión de esta agrupación, hace tres años el MIES puso a un instructor para que dé talleres de cuadros con madera tallada para los jóvenes, pero solo duró seis meses.

“Es muy difícil sacarlos del vicio, porque no tenemos la infraestructura para trabajar con ellos. Ellos necesitan aprender algún oficio o hacer alguna actividad que les dé las herramientas para trabajar. Y para ello se necesitan recursos”, dice Nelly Cortez, presidenta de la asociación.

En esta zona, las más de 80 mujeres de la organización también lograron un cambio cultural. Redujeron el machismo con la generación de fuentes de ingresos para varias familias, a través de préstamos. Una de las beneficiadas es Narcisa Castillo. Ella aprovecha para preparar cada domingo encocados de mariscos, de pollo, chancho y chorizo. Ya tiene dos años en su negocio.

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La asociación también realiza talleres de prevención de VIH, salud sexual y reproductiva, de cultura afroecuatoriana y de lectura para los menores.

“Se trabaja para quitarles a los niños el imaginario racista de que los negros son ladrones o futbolistas, porque todos tenemos las mismas capacidades... También se les inculca que los afrodescendientes venimos desde la formación de la República del Ecuador”, dice la dirigente de la asociación.

3 décadas
Tienen varias familias habitando este sector.

Este sector ha cambiado mucho. Antes era agua y ahora está bonito y regenerado. Lo malo es que no hay un UPC. Sí pasan policías, pero necesitamos que se queden aquí”.Cruz Estacio, habitante del sector