Martha Sánchez está encerrada en un abrazo de María Teresa Suárez-Avilés de Garzón, quien mira con atención y dulzura a Martha. La mujer de 80 años responde a su muestra de afecto con una sonrisa y dice con naturalidad y lucidez: “Por esta niña me quedé aquí, estar aquí me hace bien”.

Martha asiste al centro recreativo Edad Dorada y es de las doce usuarias que comparten de martes a jueves con María Teresa y Sonia Aguilera, directoras. “Cuando yo vine la primera vez me quedé llorando, dije: ‘Yo me quiero ir’. Ella fue la primera que me vino a atender, se me acercó y me dijo: ‘Qué le pasa?’ Le respondí: ‘Estoy triste porque me siento sola’; y de ahí ya me quise quedar, me dio una agüita de manzanilla (infusión) y yo me quede tranquila”, cuenta Martha, que llegó al sitio hace dos meses motivada por una de sus hijas, después de vivir días difíciles, de nostalgia, tras el fallecimiento de varias amigas con las que se reunía a menudo. Las historias de las doce mujeres que asisten son distintas, pero varias de ellas tienen en común haber llegado con sentimientos de soledad, un problema para el que María Teresa conoce el remedio. “La terapia es el amor”, dice con un brillo en sus ojos color café claro.

Ella luce un traje semiformal, zapatos de taco alto y lleva su cabello suelto. Pese a que su look no parece muy cómodo, luce fresca, relajada y así dice estar dispuesta a todo, si es posible a realizar pilates con las mujeres del centro.

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La tarea que tiene María junto a Sonia es estar a cargo de la coordinación, el diseño y la planificación de todas las actividades que hacen: físicas, recreativas, para la memoria, bailoterapia, juegos, talleres de arte, conversatorios, entre otras.

María Teresa además se encarga de la parte psicológica y emocional, porque los usuarios del centro pueden tener consultas individuales.

Ella es licenciada en Orientación familiar e hizo un masterado en Neuropsicología clínica. “Hay que aprender a ponerse en el lugar del otro, siempre necesitamos a alguien que nos escuche”, reflexiona María sobre su trabajo.

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Su primera carrera fue Finanzas, rama en la que hizo un diplomado y trabajó hasta 1999. “Descubrí que lo mío es lo que hago ahora. Soy feliz”, expresa.

Los adultos mayores la atraparon desde hace diez años, que decidió trabajar y luego ser voluntaria del Centro Municipal Gerontológico Arsenio de la Torre Marcillo. Allí no solo hablaba y daba orientación familiar, también los ayudaba en algunos casos hasta cuando iban al baño. También secó lágrimas y consoló. “Es el dolor de una madre cuando un hijo está lejos y no la está pasando bien, esa angustia de no poder hacer más aunque estén grandes, entre otras cosas”, dice, y añade que es algo que sigue viendo.

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Los lazos con su vocación están ligados a su historia familiar. “Siempre vivimos con una abuelita o una bisabuelita, que a mi mami (Teresa Cervantes) le gustaba acoger en la casa”, recuerda María Teresa.

A esto se sumó la experiencia que tenía del cuidado que le daba a dos hermanos mayores. Uno sufría de una enfermedad psiquiátrica y su hermana padecía de ataxia cerebelosa, un mal “que fue paralizándola desde abajo hacia arriba” de su cuerpo. “Ellos ya fallecieron”, dice con melancolía.

Desde los 12 años se encargaba de ayudar a su mamá en la atención de ellos. “Ahí es donde más me mueven estos temas de los centros, porque con mi hermana busqué mucho para que ella se reinsertara a algún centro donde hiciera una actividad y no se sintiera morir tan rápido. Todos estos cuidados a uno le van creando la necesidad de lo que no pudo hacer, lo que le hubiera gustado hacer por familiares”, dice con la voz entrecortada.

Como todo trabajo el suyo también tiene sus complicaciones. “Nos toca luchar con la conciencia de la gente, porque para las personas todo lo que implique un pago para el adulto mayor es un gasto, no porque no lo quieran sino porque piensan que él ya lo hizo todo. Ellos tienen derecho de vivir lo que les queda y sentirse bien”, expresa.

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Asegura que este tipo de negocio “no hace millonario a nadie”, pero aporta a que vivan tranquilos su última etapa de vida. María aparte tiene un negocio familiar, una agencia de viajes. y da atención de orientación familiar y neuropsicología en un consultorio privado, en Ceibos, en Guayaquil.

Para tratar a un adulto mayor no se necesita un manual, “lo más importante es la paciencia, empatía, escucharlos y demostrarles que son amados sin sobreprotegerlos”. Desea tener más centros y dar apertura a personas con discapacidades y enfermedades catastróficas, así no sean de la tercera edad. Ella vive con su madre, su esposo, Carlos Garzón, y sus tres hijas (Nicole, Marité e Isabella), a quienes considera el motor de su vida.(I)

Dicen de ella Es una mujer solidaria, magnífica alegre, optimista, íntegra. En el trabajo es muy entregada a lo que hace, sirve siempre con amor y cariño”.Sonia Aguilera de Verduga Amiga