Recuerdo que ciertas noches, a inicios de los años noventa, llegaba a la cafetería de la Casa de la Cultura un par de hippies con sus melenas, barbas largas y mochilas. A más de departir con la gallada bohemia y beber café, ofrecían sus dibujos a tinta china sobre cartulina de pequeño formato, algunos con motivos eróticos que uno de ellos creaba. El artista era Marcos Santos y el otro su compañero de vida, Ernesto Altgelt.

Hace poco Marcos Santos expuso en el Museo Nahim Isaías su obra titulada Á Rebours/Contracorriente, y a pretexto de dicha muestra hemos conversado de su vida y obra.

Cuenta que desde muy niño pintaba, tenía obsesión por el color rojo y su compañero en primer grado en la escuela fue Eloy Palacios. Eran los dos únicos niños que sabían dibujar. La madre de Marcos se jactaba de eso, pero de Eloy no la sorprendía porque su padre era un gran pintor, por lo tanto, el genio era su hijo, narra entre risas.

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A los diez años residió con su familia en Boston, donde su padre se desempeñó como cónsul, fue cuando pudo apreciar las obras de grandes maestros como Degas, Monet, Renoir, Chagall y otros en el Museo de Bellas Artes de esa ciudad y en el Metropolitano de Arte de Nueva York.

Realmente empezó a pintar cuando estudió Arte en el New College de Sarasota (Florida), donde se especializó en cerámica después de hacer dos años de Leyes en la Universidad Católica de Guayaquil.

Ya en Guayaquil abandonó la cerámica, porque lo que más deseaba era ser escritor. Años después publicaría el libro Selección de poemas y dibujos de Marcos Santos. Ahora, a veces escribe, por eso siempre lleva consigo lápiz y papel.

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Aunque después cambió de sendero artístico. “Ahora pienso que para mi carácter se vale más la plástica, porque es de mucho sentimiento –reflexiona en su residencia del Barrio del Centenario-, no tanto de intelectualizar. Mi vida me ha llevado a un derrotero que actualmente odio a los intelectuales de café, no los soporto”, dice, y yo suelto una carcajada.

En Ámsterdam

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En los ochenta con Ernesto empezaron a viajar a Ámsterdam, porque desde que se unieron aquí se sentían como personas perseguidas. ¿Te puedo preguntar sobre tu vida con Ernesto?, consulto, y responde: “Lo que tú quieras. Tenemos mucho orgullo, yo sé quién soy. Ernesto estuvo casado, tuvo un hijo y rompió su matrimonio hacia 1975, 1977. Empezamos a ir a Holanda en los ochenta porque queríamos salir de aquí”.

Ámsterdam se convirtió en su segundo hogar por tener una política con cierto énfasis en la libertad. Aquí, en aquellos años, tenían miedo de ser detenidos por su relación o por fumar yerba en cualquier calle. Vivían más en Ámsterdam, donde hicieron un curso de holandés en la universidad. Alquilaban un departamento pequeño y barato en el Barrio de las Vitrinas en cuyas calles las mujeres se prostituían, eso cuando era más barato vivir en Holanda que en Ecuador. “Sobre todo ser igual, no ser condenados, no ser despreciados, eso nos dio vida de nuevo”.

Ese sábado recuerda que su primera exposición, en 1975, la realizó en Bottega, la tienda de antigüedades de María Teresa Solá con obra creada en los Estados Unidos. “Me fue muy bien, me compraron algunos cuadros, yo era jovencito y a esa edad todo te viene bien”.

Evoca cuando aparecían en la cafetería de la Casa de la Cultura. “Íbamos a vender los cuadritos, los dibujos, así sacábamos la merienda”. En ese espacio realizó dos exposiciones cuando era administrado por Jorge Velarde, a quien aprecia y considera un excelente artista. Otras exposiciones fueron realizadas en la galería de Madeleine Hollander y en el bar Pobre Diablo, de Quito.

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Retornando al presente dice que la idea y hasta el título de su exposición Á Rebours/Contracorriente fue de su amigo y crítico de arte Juan Castro y Velásquez, muestra en la que exhibió alrededor de cuarenta cuadros. “Cutty Espinel –quien dirige el Museo Nahim Isaías– me dijo que mi exposición no tenía una línea definida, aunque yo creo que en la variedad está el gusto. La mayoría eran abstractos, que en cierto modo no es muy comercial, pero pinto porque tengo una necesidad”, reflexiona.

Acepta que no es un artista de pintar todos los días, pero cuando lo hace trabaja a fondo.

En Contracorriente exhibió obra sobre lienzo, cartulina y vidrio, además de acuarelas. En tal caso, ha quedado con grandes deseos de seguir pintando, especialmente sobre vidrio.

De su relación con Ernesto, que se inició en 1965, manifiesta: “Es la unión que ha salvado mi vida, por la cual tengo mucho orgullo y por el cual estoy dispuesto a morir, –expresa feliz en el jardín, con Ernesto a su lado–. Ya tenemos la bendición de ser abuelos por el hijo de Ernesto, tenemos dos nietas”.

Ahora ambos ya no lucen barbas y melenas largas, como en los años noventa, pero siguen juntos por los caminos del arte y la vida. (I)