Hace 75 años, en febrero de 1942, el autor más popular en Europa se suicidó en un bungaló en la ciudad brasileña de Petrópolis, a 10.000 km de su lugar de nacimiento en Viena. El año previo a su muerte, Stefan Zweig terminó dos estudios contrastantes: El mundo de ayer: memorias de un europeo, elegía por una civilización ahora consumida por la guerra, y Brasil: tierra del futuro, retrato optimista de un nuevo mundo. La historia de esos dos libros, y del refugiado que los escribió, nos ofrece una guía a la trampa del nacionalismo y el trauma del exilio.

Zweig nació en 1881 en el seno de una próspera y culta familia judía de Viena, capital del imperio Habsburgo, conocido por su carácter multiétnico, donde austriacos, húngaros, eslavos y judíos, entre muchos otros pueblos, coexistían. Su monarca era el políglota Franz Joseph I, que decretó al comienzo de su reino en 1867 que “todas las razas del imperio gozarán de igualdad de derechos. Y toda raza tiene un derecho inviolable a la preservación y uso de su propia nacionalidad y lenguaje”.

Franz Joseph era un autócrata de corte militar y su reino no debe ser recordado con nostalgia, pero le dio a Zweig un modelo de pluralidad cultural en un momento que Europa se estaba consumiendo asimismo con el nacionalismo. George Prochnik, biógrafo de Zweig, escribió que el escritor abogó por la fundación de una universidad internacional, con ramas en todas las capitales más grandes de Europa y un programa de intercambio que expondría a jóvenes a otras etnicidades y religiones.

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Zweig comenzó escribir El mundo de ayer después de dejar Austria en 1934, anticipando la nazificación de su tierra. Terminó el primer borrador en Nueva York en el verano de 1941 y envió la versión final, transcrita a máquina por su segunda mujer, Lotte Altmann, a su editor el día antes de suicidarse juntos. Para entonces, el imperio Habsburgo había “desaparecido sin dejar una huella”, escribió, y Viena “fue reducida a un pueblo provinciano alemán”. Zweig se convirtió en un apátrida: “Ahora no pertenezco a ningún lugar, soy un extraño o en el mejor de los casos un invitado en todas partes”.

La memoria de Zweig es un retrato que hace más clara la naturaleza desorientadora del exilio. En las ciudades en las que su país había sido celebrado, ahora sus libros eran quemados; la era dorada de “seguridad y prosperidad y comodidad” había dado paso a la revolución, inestabilidad económica y al nacionalismo, “la última pestilencia que ha envenenado la flor de nuestra cultura europea”. El tiempo en sí había experimentado una ruptura: “Todos los puentes entre el hoy, el ayer y el anteayer se han venido abajo”.

Sin dejar una huella

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Una de las mayores ansiedades de Zweig era la pérdida de su hogar lingüístico. Él expresó “una vergüenza secreta y tormentosa” por el hecho de que la ideología nazi había “sido concebida y preparada en el lenguaje alemán”. Como el poeta Paul Celan, que se suicidó en París, Zweig sintió que el lenguaje de Schiller, Goethe y Rilke había sido ocupado por los nazis, e irreversiblemente deformado. Después de trasladarse a Inglaterra, él se sintió “aprisionado en un lenguaje que no puedo usar”.

En El mundo de ayer, Zweig describe la facilidad con que se podía viajar en el mundo virtualmente sin fronteras que existía antes de 1914 –visitando India y los Estados Unidos sin el uso de un pasaporte o visa–, una situación inconcebible para la generación de entreguerras. Ahora él, como todos los refugiados, enfrentaba la humillación de negociar con una burocracia difícil de manejar. Zweig describió la intensa burocratifobia que sentía cuando los funcionarios de inmigración demandaban aún más pruebas de identidad, bromeando con sus compañeros refugiados que su estado laboral era “antes escritor, ahora experto en visas”.

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Mientras las fuerzas de Hitler se regaban por Europa, Zweig se mudó desde su alojamiento en Bath, en el Reino Unido, a Ossining, Nueva York. Allí, él era casi completamente desconocido excepto para sus compañeros refugiados, que carecían de sus conexiones y lujos materiales, y frecuentemente apelaban a su legendaria generosidad. Zweig nunca se sintió en casa en los Estados Unidos –él consideraba la norteamericanización como la segunda destrucción de la cultura europea, después de la Primera Guerra Mundial– y esperaba regresar a Brasil, que lo dejó encantado después de una gira dando charlas en 1936.

Brasil: tierra del futuro es una celebración lírica de una nación cuya belleza y generosidad impresionaron profundamente a Zweig. Lo sorprendió e impresionó el país, y se regañó a sí mismo por su ignorancia y “arrogancia europea”. Zweig describe a grandes trazos la historia, economía, cultura y geografía de Brasil, pero la verdadera contribución del libro está en la perspectiva que logra conseguir sobre su propio continente.

En la descripción de Zweig, Brasil se convierte en todo lo que él quisiera que Europa fuera: sensual, intelectual, tranquila y contraria al militarismo y materialismo. (Él incluso sostiene que los brasileños carecen de la pasión europea por el deporte, una afirmación absurda, incluso en 1941). Brasil está libre de los “fanáticos de la raza” de Europa, sus “escenas histéricas y episodios de eufórica adoración de héroes”, su “tonto nacionalismo e imperialismo”, su “furia suicida”.

Las cadencias y colores de Brasil eran radicalmente diferentes de la imagen reprimida que Zweig tenía de la Viena de los Habsburgo, pero la belleza de su identidad híbrida parecía darle la razón a su visión. En Brasil, los descendientes de inmigrantes africanos, portugueses, alemanes, italianos, sirios y japoneses se mezclaban con libertad: “Todas esas diferentes razas viven en completa armonía entre sí”. Brasil le enseña a la Europa “civilizada” cómo ser civilizada: “mientras nuestro Viejo Mundo es cada vez más gobernado por el intento loco de reproducir gente racialmente pura, como caballos de carrera y perros, la nación brasileña por siglos ha estado construida sobre el principio de un mestizaje espontáneo y libre de la represión... es emocionante ver niños de todos los colores –chocolate, leche y café– salir de sus escuelas cogidos de la mano. No hay ninguna prohibición de color, ninguna segregación, ninguna clasificación arrogante... porque ¿quién aquí haría alarde de una absoluta pureza racial?”.

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‘Paraíso’

Este himno resultó muy popular con el público, y miles de brasileños asistieron a las charlas de Zweig, al mismo tiempo que su itinerario diario era publicado en todos los mayores diarios del país. Pero el libro fue apaleado por los críticos: Prochnik escribe que por tres días consecutivos, el principal diario de Brasil publicó reseñas fulminantes, acusando a Zweig de ignorar las innovaciones modernistas e industriales del país.

Más controversial eran los obsequiosos elogios para el dictador de Brasil, Getulio Vargas. En 1937, Vargas declaró el Estado nuevo, inspirado por los gobiernos autoritarios en Portugal e Italia. Vargas mandó cerrar el Congreso y encarceló a intelectuales de izquierda, algunos de los cuales asumía que Zweig había recibido pagos por sus elogios o al menos se le había ofrecido una visa. El gobierno de Vargas había restringido la inmigración judía por razones raciales, pero hizo una excepción en el caso de Zweig, debido a su fama.

Este inquietante episodio revela la ingenuidad política de Zweig. De naturaleza pacifista y conciliatoria, Zweig temía incitar hostilidad en un momento crucial (Vargas finalmente se puso del lado de los aliados en enero de 1942). Buscando aislarse, Stefan y Lotte se alojaron cómodamente en el elegante pueblo alemán de Petrópolis, 64 km afuera de Río.

“Es el paraíso”, escribió Zweig del frondoso y alpino panorama, que “parecía ser traducido del austriaco a un lenguaje tropical”. Zweig trató de olvidarse de sus “libros viejos y amistades”, yendo detrás de una “libertad interior”. Pero en el Carnaval de Río supo de los avances de los nazis en el Medio Oriente y el Asia, y una ansiedad por la posible catástrofe descendió. Zweig sintió que nunca sería libre o libre del temor. “Honestamente, ¿puedes creer que los nazis no van a venir aquí?”, escribió. “Nada los puede detener ahora”.

Zweig creyó en un mundo más allá de las fronteras, pero terminó siendo comprimido por ellas: “Mi crisis interior consiste en que yo no soy capaz de identificarme a mí mismo con el yo de mi pasaporte, el ser del exilio”. Esto preocupaba profundamente a Zweig (“solo somos fantasmas o memorias”). Y escribió en su nota de suicidio de estar “cansado por los largos años de andar viajando como vagabundo sin hogar”. Stefan y Lotte compartían esta resignación: “No tenemos ni presente ni futuro... Decidimos, atados por el amor, no abandonar el uno al otro”.

En Petrópolis visité el bungaló de Zweig, que ahora hace de “museo activo”, de acuerdo con Tristán Strobl, quien trabaja allí en servicio nacional como empleado del Museo del Holocausto austriaco. Me mostró una presentación interactiva de todos los refugiados que vinieron a Brasil entre 1933 y 1945, subrayando sus contribuciones. “Este periodo fue una gran pérdida para la vida intelectual de Europa”, manifestó Tristán, “pero para Brasil y otros países que recibieron a estos exiliados, fue inmensamente positivo”. La década más oscura del Viejo Mundo trajo luz al Nuevo. (I)