Imposible que de mi memoria pueda desligarse la Navidad de mi barrio querido; de aquella callecita donde nací y que fue extendiéndose por los alrededores y que ya a los trece años llegó hasta la Piscina Olímpica, hasta La Concordia, el barrio de Alfredo Bonnard y Mario Saeteros, que eran, por aquel tiempo lejano, dos estrellas de nuestro fútbol.

La Navidad fue para mí la edad de los juguetes inocentes que mostrábamos a nuestros amigos niños en la mañana del 25. Cada uno bajaba cargado de los carritos de madera que se halaban con una piola, las matracas, los trompos luminosos. Las niñas mostraban sus bellas muñecas de trapo, muy distintas a las hoy motorizadas de plástico que copian a las reinas de belleza. Cuando tuve diez años recibí de mis padres el más inolvidable de los regalos: una pelota de fútbol de verdad, con bleris y todo, que descocimos a puntapiés en La Atarazana, un inmenso campo en el que había más de veinte canchas. No sé en el tiempo cuánto duró ese añorado balón, pero calculo que nos sirvió unos mil partidos en los que me sentía Bonnard, Hugo Mejía, Pablo Ansaldo o Cipriano Yulee. Otros de la pandilla futbolera se apodaban a sí mismos Mariscal Gonzabay, Pollo Macías, Niño Jurado, Patón Argüello, Pava Montalván, Loco Balseca, Flaco Raffo, Cholo Chuchuca, Simón Cañarte, y un puntero habilísimo, mi hermano Pepe, que se hacía barra con un grito que se convirtió en un clásico: “Te pasaste, Clímaco”.

Coincidentemente con la llegada de la mercantilizada Nochebuena, que hoy no es tan dispendiosa desde que nos farreamos la plata petrolera, estoy leyendo un bello libro del escritor argentino Reinaldo Spitaletta: Barrio que fuiste y serás. De él extraigo esta inmensa verdad: “El desdichado concepto de patria pudiera uno reducirlo dos o tres asuntos elementales ligados a lo más entrañable del ser humano, a los afectos más inmediatos que trascienden un escudo, un himno, un gobierno; es decir, la patria pudiera ser solamente un hogar con todas sus limitaciones y promesas, con todas sus alegrías y desamparos, pero también, como lo han dicho algunos poetas que son los que, a mi parecer, siempre han escrito mejor acerca de estos temas, la patria puede ser la calle, esa del barrio donde vos creciste, esa del fútbol de asfalto y de los primeros romances, aquella en la que hubo alguna vez un bar de esquina y una muchacha que esperaba en un balcón”.

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Pues sí, señores, esta es la verdad, como cantaba el Jefe Daniel. La patria de mi infancia, de mi adolescencia, de gran parte de mi juventud, es mi cuadra de Pedro Moncayo entre Ballén y Aguirre donde un día de 1949 el inolvidable Galo Lazo Salazar nos hizo conocer la idea de la competencia deportiva haciéndonos correr en parejas la vuelta a la manzana. El premio inventado por Galo era un par de las recién salidas y sabrosas bombolinas. ¡Ah, cuántas añoranzas de la pega con vida, el tecky man, los trompos, la montadita, los Límber, el pepo y trulo y los ñocos! Todo nació en la calle que poblábamos dos grupos: la gallada grande y la gallada chica.

Viendo pelotear a la gallada grande nos hicimos futboleros los más chicos. Qué jugadores los de mi barrio. Abel Morales era un arquero para Barcelona o Emelec. Acrobático, seguro, valiente, no temía al asfalto lleno de baches cortantes ni al cascajo de la desaparecida cancha de la ciudadela universitaria. Los zurdos Nelson Leche Cruz y Pepito Macuy deslumbraban con la pelota chica o con la número cinco. Alfredo Ramírez, que siempre andaba con una de índor bajo el brazo buscando coteja, era un maestro que entregaba pases gol a Héctor Salvatierra cuya eficacia dribladora le ganó el apodo que le dura hasta hoy: el Flaco Raymondi, en honor al Maestro Enrique, papá del Maestrito del mismo nombre. Carlitos Vasconcellos y Manolo Corcho Suárez eran regateadores indescifrables. Cuando llegó al barrio Joffre Cholo Paredes, arquero de la LDU de Guayaquil, se pensó en pasar a Abel Morales a la delantera, pero Joffre fue claro: Yo juego de volante. Y fue un acierto que se mostró en ese equipazo del barrio, el Dau Bal (Daule y Ballén), que jugaba en los torneos del River Oeste con Joffre, Abel, Juanito Macuy, Carlos Flaco Chavarría, Leche Cruz, Pepito Macuy, el refuerzo de Carlos Recalde, Patricio Larco y el goleador de ese campeonato: Dassio Celedino Guineo Chacón.

Los muchachos más pequeños no fuimos tan buenos. En La Atarazana ganamos algunos partidos cuando creció Nicanor Fernández, un astro que brilló en Norteamérica. Para jugar en la ciudadela universitaria pasábamos viendo por Carchi y Hurtado a Lucho y Panchito Salcedo, hermanos menores del astro Gonzalo Chalo Salcedo, que alcanzaron a jugar en Barcelona.

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Barrio de romances nacientes fue el mío, hoy herido por una larga y filosa puñalada que va del estadio Capwell al cementerio por la ruta de la Metrovía. Solo una casa queda en pie y ninguna huella de la calle donde peloteábamos o las aceras en las que, en el invierno, hacíamos navegar los barquitos de paloe´balsa, o donde nos bañábamos en las cataratas que descendían de los antiguos canalones. En una ventana, antes del acostumbrado partido de la tarde invernal, estaba la guapa Italia por la que suspiraban Abel y Marcelo. El primero salía del arco después de algunas atajadas circenses y se ponía al frente donde lo esperaba el segundo. A la primera cabria surgía el recio botín negro de Marcelo, marca Calero, y la pelota de índor quedaba clavada allí. Fue el único que pudo parar al Negro Abel que nos dio el dolor de irse muy temprano, a los 24 años, cuando piloteaba una aeronave de la aviación del Ejército del que era subteniente. Se nos fue un hermano por parte de barrio y calló el acordeón de Alfredo Alvarado, ya sin el complemento de la bella voz del Negro que arrancaba suspiros a las féminas con boleros y valsecitos criollos y su insuperable interpretación de Gotas de lluvia, que popularizaron Argentino Ledesma y Rodolfo Lesica, con la orquesta de Héctor Varela. Abel y Alfredo convirtieron esa milonga en un himno del barrio que nos arranca lágrimas a los sobrevivientes de ese tiempo maravilloso.

Y vuelvo a Reinaldo Spitaletta: “El barrio, en ocasiones, no es más que la casa que uno quiso, la de sus primeros sueños, aquella en la que escribió las primeras cartas de amor, la del primer balón. O es solamente un fragmento de cielo que se desmaya en el patio, o la sombra de alguien que ya no está. Porque a veces sucede que los que se van solo dejan su sombra como un antídoto contra el olvido”. (O)