Mi columna del 1 de marzo pasado, sobre Luis Garzón, el gran zaguero porteño de las décadas del 20 y parte del 30, al que la prensa bautizó como Cabeza Mágica, motivó el envío de varios correos, algunos de ellos mostrando sorpresa al conocer que el gran Alberto Spencer tuvo un antecesor que no era delantero, como el expeñarolense, ni hacía goles, pero los evitaba con su elevarse elegante en su área, que salía haciendo magia con su cabeza para entregar el balón a sus compañeros.

Uno de los correos vino de un sobrino de Garzón, quien me contó que una hermana del excrack lloró de emoción al leer a los muchos años una nota sobre quien fue el mejor zaguero central de su época. Me pidió que me escriba para que recuerde también al otro Garzón –Alberto– que fue figura del Packard y la selección de Guayaquil. Lo apodaban Cayuta y era interior izquierdo con tareas de armado. Inteligente y hábil, era autor de los pases-gol con que su centrodelantero, el popular Octavio Abejón Quiñónez, destrozaba las redes rivales en el viejo Campo Deportivo Municipal, en Puerto Duarte.

Pero el correo más emotivo, entre los muchos que agradezco, fue de Otón Chávez Pazmiño, mi querido amigo al que extrañamos en estas páginas, exjugador de Emelec, Favorita y la selección del Vicente Rocafuerte. “Ni bien leí tu artículo sobre Cabeza Mágica Garzón me dirigí, acompañado de mi secretaria, a 9 de Octubre y Escobedo. Allí, nos bajamos del carro y me dirigí a un grupo que estaba sentado y nos dimos un gran abrazo con Félix Lasso, de quien yo fui dirigente cuando jugó por Emelec, y también con el uruguayo Eduardo Gordo De María. Después del abrazo les pregunté por Víctor Garzón y me señalaron la otra esquina. El abrazo con Víctor Garzón fue muy largo y derramé unas cuantas lágrimas de emoción. Te contaré la historia”. Víctor Garzón es hijo de Cabeza Mágica y jugó fútbol a gran nivel. Nació en el Panamá y de allí pasó a Everest en 1951, primer año del profesionalismo en Guayaquil y el Ecuador. Jugaba de volante junto a su hermano, Carlos, ambos técnicos y a veces expeditivos y duros. Víctor jugó también de interior izquierdo, puntero zurdo y marcador lateral junto a grandes cracks como Alfredo Bonnard, Gerardo Layedra, Marcos Spencer, Alberto Spencer e Isidro Matute, entre muchos otros.

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La historia a la que se refiere Otón tiene un nostálgico ingrediente barrial y se refiere a La Concordia, el famoso barrio muy deportivo de la piscina Olímpica.

Entre los 10 y los 13 años nuestro colega fue a vivir en Esmeraldas entre Vélez y Hurtado, en la casa del doctor Rigoberto Ortiz Bermeo, donde funcionaba radio Ortiz, en la que el padre de Otón, el escritor y periodista Rodrigo Chávez González (Rodrigo de Triana), quien era director-gerente, y el recordado Armando Romero Rodas hacía sus primeras armas radiales como operador de control y sonido.

Relata Otón: “En ese barrio de la calle Esmeraldas, y en esos tres años que viví, allí jugaba pelota de trapo todas las tardes con los chicos de la zona. Yo peloteaba nada menos que con los mayores, entiéndase Homero Mello Cruz, Carlos Caín Garzón, su hermano menor, el Flaco Víctor. Por la intersección de la calle Vélez, hasta la piscina Olímpica, jugaban los hermanos Saeteros y por la calle Los Ríos brilló el histórico Alfredo Bonnard. Este sintético episodio que te estoy contando se complementó años después cuando todos ellos llegaron al Panamá de Dantón Marriot. Al crearse el profesionalismo la totalidad de sus jugadores llegaron al Everest en 1950”.

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Yo conocí y me hice parte de ese barrio cuando llegué en 1955 a hacerme nadador en la piscina Olímpica. Vi jugar a Bonnard, a los Garzón, Cruz, Jorge y Enrique Cantos, Galo Solís en los muchos partidos de pelota, especialmente cuando se organizaban los festejos del 12 de octubre. Con Mario Saeteros tengo un sentimiento de hermandad por los años compartidos, de modo especial en la canchita de voleibol que construyó Eduardo Carbo Falconí donde llegaban los circos y en la que se jugaban los sábados tremendos partidos entre nadadores, árbitros de fútbol, atletas y la gente del barrio encabezada por Mario. Igual con el extinto Juanito Saeteros, con el que compartí esos años de adolescencia.

Otón quiso reencontrarse con su compañero de las épocas del índor callejero, Víctor Garzón, al que no veía por décadas. Este no lo reconoció al principio, pero luego dieron paso a los recuerdos. “Ya te puedes imaginar la emoción lacrimógena de mi parte al darme un abrazo con Víctor, después de 67 años, cuando se me agolparon los recuerdos inolvidables de mi vida. Allí me contó que Caín había muerto y que al Flaco Bonnard, a quien yo contraté como director técnico para Emelec, podía encontrarlo más adelante, por la calle Chile”.

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Un pequeño libro que contiene un cuento, escrito por Otón, tiene la relación de la vida en el barrio de La Concordia y los partidos de pelota: “Para finalizar estas palabras de gratitud por tu artículo, te diré que en mi relato Clásico barrial, al que tú te referiste en tu obra sobre los escritores del fútbol, en la parte final, los nombro a todos ellos como recuerdo de mi infancia y como los motivadores de la obra. Entonces, imagínate que me encontré de repente con alguien de los recuerdos más bellos de mi vida”.

Confieso que me sentí emocionado. Le contesté a Otón y estas fueron mis primeras palabras: “No sabes cuánto me ha conmovido tu correo. Me has enseñado, como muchas otras cosas, cuánto puede unir una columna a quienes se quieren y se recuerdan. Para eso vale el periodismo cuando no tiene como móvil el dinero, los favores, las palmaditas en la espalda de dirigentes ‘agradecidos’ por tanta obsecuencia y tanto adulo. Me gusta tratar temas humanos, como tú lo sabes. A veces toco alguna fibra íntima que despierta nostalgia y eso me llena de alegría”. (O)

El otro era Garzón Alberto, figura del Packard y la selección de Guayaquil. Lo apodaban Cayuta y era interior izquierdo con tareas de armado.