Periodistas sudamericanos que viajaron a España para entrevistar al colombiano James Rodríguez (entre ellos Gabriel Meluk, de El Tiempo, y Juan José Buscalia, de Fox Sports) quedaron asombrados con el riguroso protocolo que impone el Real Madrid a la prensa, impensable en nuestro continente, aunque también en otras latitudes. Los futbolistas son allí ciertamente galácticos, inalcanzables.

Amén de tramitar con bastante antelación la entrevista y de tener que enviar un cuestionario previo sobre lo que se va a preguntar al jugador; si se concede la nota, esta es muy breve (el día que James recibió el Botín de Oro fueron diez minutos por periodista) y con un oficial de prensa al lado controlando el tiempo y el interrogatorio. No se puede preguntar por futbolistas de otros equipos –menos por Lionel Messi–, ni por la convivencia del plantel, tampoco por otra selección que no sea la suya, etcétera. Nada de preguntas incómodas ni honduras futbolísticas, todas del estilo de “¿estás contento...?, ¿vienes para triunfar...?”. Y aparte del control que ejerce la institución blanca está la severísima custodia que impone Jorge Mendes, el todopoderoso representante portugués de varias de estas superestrellas. Los jugadores, virtualmente, son suyos. Y le profesan un temor reverencial. Él los hace ricos, los lleva a los clubes clase AA, ellos lo obedecen con sumisión.

“No se pueden comparar épocas”, dicen voces sobrias. Modestamente, creemos que se puede. En cuanto al juego, la actual es mejor que las anteriores. Quien no esté de acuerdo, que mire videos antiguos. Pasamos años diciendo en cada charla futbolera que Brasil 4, Italia 1, en 1970, era el mejor partido que habíamos visto. Hoy es insoportable verlo más de diez minutos. Y no porque sea antiguo. Las películas de Chaplin son más antiguas, y siguen resultando geniales. Lo que nunca podrá igualar el hoy es el romanticismo del que estaba envuelto este deporte hace 40, 50 y todavía más años. La cáscara de aquel fútbol era sencilla y gustosa. Luego, el dinero en cantidades industriales invadió todas las esferas de la actividad, y donde entra el más vil de los elementos se pierden los valores más bellos de la existencia humana.

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Todo cambió. En especial el contacto con los jugadores. Ricardo Vasconcellos F., compañero de Diario EL UNIVERSO, de Guayaquil, relata su emoción de niño al ver seguido a Juan Eduardo Hohberg, el autor del transitorio y emotivo empate de Uruguay ante Hungría en el Mundial de Suiza 1954: “Llegaba en taxi al estadio Capwell, bajaba, se saludaba con todo el mundo y hasta se paraba a conversar con alguien antes de entrar al camarín para dirigir la práctica de Emelec. Era un monstruo, pero de carne y hueso. Lo mismo los futbolistas, se verificaba que eran humanos. Ahora son personajes inaccesibles, escurridizos, casi etéreos”, se lamenta.

Vicente De la Mata fue un ídolo gigantesco de Independiente y la selección argentina. Le inventaron dos cánticos que reflejan la admiración que despertaba: “¿A dónde va la gente… A ver a don Vicente…” y el otro: “La gente ya se mata… por ver a De la Mata…”. Gambeteador imparable, De la Mata llegaba muy temprano al estadio, se cambiaba y entraba a la cancha a ver el partido de reserva; se acostaba al borde del campo, sobre el césped –antes no existían los bancos de suplentes– y en ese interín se fumaba dos o tres cigarros. La gente, detrás del alambrado, a dos metros, lo miraba como a un dios.

Vicentito hijo (también futbolista rojo y de la selección) cuenta una bellísima anécdota de su niñez. “Mi papá amaba la vieja cancha de Independiente, me hablaba siempre de lo linda que era. Decía que podía haber comprado un auto último modelo para ir a entrenar, pero prefería hacerlo en el colectivo. Tomaba el (autobús) doce y se bajaba muchas cuadras antes. Para él, caminar por el barrio y llegar al estadio era algo especial. Los días de partido, cuando yo era chico, veníamos a pie. Con mi mamá lo seguíamos una cuadra atrás, mi viejo iba rodeado de cientos de hinchas que le cantaban: ‘¿A dónde va la gente…? ¡A ver a don Vicente...!’”.

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Arsenio Erico, el Paraguayo de Oro, se bajaba del tranvía y caminaba las cinco o seis cuadras que median entre la avenida Mitre, en Avellaneda, y el estadio de Independiente. Y unos cincuenta chicos lo esperaban todos los días y lo acompañaban en silencio hasta que entraba al vestuario. No lo molestaban en absoluto, se limitaban a mirarlo.

¡Lo simple que era hacerle una nota a Pelé....! Si uno deseaba entrevistarlo, iba hasta el entrenamiento del Santos y, desde el alambrado mismo, le avisaba a O Rei. “Sim, ao fim do treino”, respondía con total predisposición. No había jefes de prensa (gracias a Dios no se habían implantado todavía) ni guardias de seguridad para impedirlo. Y el técnico no se metía. Terminado el ensayo, Edson se duchaba y venía manso a atender al jornalista, al que respetaba mucho. Y era Pelé...

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¡La fiesta que era ir al estadio...! Ahora, las adyacencias de los estadios son lugares de cacheo, de cientos de policías con perros, impera un clima tenso, de desconfianza, temor y cautela. Al menos en Sudamérica no es un ambiente agradable.

¡Las fotos de los cracks en el medio de la cancha...! Hoy es imposible tomar una foto de Lionel Messi y el portugués Cristiano Ronaldo posando en medio del campo para una nube de fotógrafos. A estos no les permiten ingresar a la cancha, y los jugadores no se juntan.

Contado por Diego Lucero, atlante del periodismo y exfutbolista uruguayo. “La tarde que Uruguay se coronó campeón del mundo en 1930, después de todos los festejos, salimos del Centenario y fuimos a un bar de (la avenida) 18 de Julio con (José) Nasazzi . Éramos muy amigos y vivíamos en el mismo barrio, Bella Vista. Estuvimos un buen rato ahí, el Mariscal se tomó un par de grapitas y a eso de las diez de la noche dijo: ‘¿Vamos...?, estoy algo cansado, hoy fue un día de muchas emociones’. Y nos fuimos caminando calle abajo. La gente pensaría que habría habido fiesta corrida hasta el otro día, pero antes de las doce de la noche, el capitán de los flamantes campeones del mundo ya estaba en su casa, durmiendo el sueño del obrero”.

Alcides Gigghia acaba de referir en una nota cómo festejaron en 1950, al volver desde el Maracaná al hotel, luego de dar el batacazo más grande de la historia: “Como no encontrábamos al tesorero, hicimos una colecta entre todos para comprar unas cervezas y unos sándwiches. Nos fuimos a una pieza a celebrar”.

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Hoy vienen los futbolistas del exterior, por los cuales la gente delira, y nadie los ve. Ponen un bus al pie del avión y los sacan por un costado, todo es anteojos oscuros, vidrios polarizados, misterio, apuro, fugacidad. Nunca se puede hablar con ellos, que la charla técnica, que están descansando, que la merienda, un hermetismo absurdo, incomprensible. Como si fueran superhéroes. Y siempre está el jefe de prensa o algún coordinador de la selección obstruyendo el paso, poniendo distancia entre los ídolos y el cariño de la gente.

La sencillez y la humildad de antes no vuelven nunca más.

Nunca se puede hablar con los jugadores, que la charla técnica, que la merienda, un hermetismo absurdo. Como si fueran superhéroes.