La historia de los profanadores de tumbas o comemuertos no es reciente. Recuerdo que era niño cuando mi madre me contó la demoniaca historia de Víctor González Navarro, alias Tarzán. Luego la leí en las amarillentas páginas de El Telégrafo, del 25 de marzo de 1941. Pues bien, un prestante caballero guayaquileño comprobó cierto día que el valioso anillo con el que fue sepultado el padre estaba en venta en una joyería. Poco después, una señora se estremeció al ver colgado en una casa de compraventa el vestido de novia que le puso a la hija para el velatorio y con el que la sepultó. Las dos denuncias inquietaron al comandante de la Policía, Manuel Carbo Paredes, que montó guardia durante varias noches en el Cementerio General de Guayaquil. El comemuerto cayó. Reconoció que lo que había hecho era imitar a algunos individuos que desde hacía mucho tiempo tenían por oficio y beneficio profanar tumbas. Dijo que aprendió de los panteoneros Benito Suárez y Manuel Santos Delgado. El hermano menor de Tarzán era el encargado de escoger las bóvedas que este debía abrir. La madre tenía que lavar y luego planchar la ropa de los muertos para que la conviviente, María Chonillo, las llevara a empeñar o vender. González acostumbraba a vestir elegantemente, ya que usaba los trajes de los muertos que le quedaban a la medida.

En la casa tenía varios cráneos. Entraba borracho en el cementerio, imaginaba que los muertos le salían al paso para evitar que les robara. Declaró que él los insultaba y hacía movimientos amenazantes para que no lo molestaran.

Las personas que visitaban la vieja Cárcel Municipal de la calle Julián Coronel le pagaban un sucre por mirarlo. Lo encontraban con su cara larga y boca desdentada entre las rejas.

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La profanación de tumbas, al estilo de los comemuertos, continúa.

Se conoce que de vez en cuando sucede en los barrios suburbanos y pueblos aledaños a las ciudades.

César Burgos Flor,
licenciado, Guayaquil