Antes de iniciar la rueda de prensa en Santiago, los periodistas fueron advertidos: nada de preguntas chovinistas sobre si probó el vino nacional o qué le parece la gente linda de Chile. Según lo registró diario El Nacional, también les solicitaron remitirse al espectáculo musical, porque temas intrascendentes, al actor, simplemente no le interesan.

La advertencia del equipo de relaciones públicas sirvió para direccionar la charla y evitar que se repitiera lo sucedido cinco días antes en el encuentro que tuvo John Malkovich con periodistas ecuatorianos, en el que le preguntaron si Las variaciones de Giacomo –la ópera de cámara que presentó pocas horas después en el Teatro Sánchez Aguilar– sería en inglés o en español; si había probado la comida ecuatoriana; si podía deletrear gua-ti-ta; y si, finalmente, podía repetir como loro el nombre de un programa de televisión.

La crónica de Jorge Delgado Torres en el blog Diatribas y placer desató, más que el debate y la reflexión sobre el tema, abrumadoras críticas a los reporteros de espectáculos. Inmediatamente el hashtag #preguntandoaMalkovich fue la tendencia en Twitter que sirvió para hacer mofa con las preguntas más intrascendentes que se podían hacer al cineasta.

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Ante un hombre con una compleja personalidad: apolítico, agnóstico, con una interesante carrera actoral, dos veces nominado al Oscar, que ha trabajado con Woody Allen, Michelangelo Antonioni, Bernardo Bertolucci; que ha participado en 70 películas y obtenido premios internacionales, lo menos obvio para preguntar era lo mucho o poco que conocía de Ecuador.

¿De quién es la culpa de que esto haya sucedido? De unos reporteros con escasa formación cultural, fue la primera respuesta de muchos apasionados cinéfilos. Para otros, de la deficiente educación universitaria con que salen muchos profesionales. Y como en nuestro medio siempre la culpa es de los otros, se pedía identificar con nombres y apellidos a los malos periodistas para lapidarlos en el escenario público en que se convierten a veces las redes sociales. Pocas voces hicieron reflexión y autocrítica sobre el acontecimiento.

Las variaciones de Giacomo, que se presentó el 30 de agosto, fue un acontecimiento anunciado a finales de mayo. Tres meses de anticipación para que los medios y los reporteros se prepararan –si era el caso– ante una cobertura inédita, porque era la primera vez que un actor del nivel de Malkovich venía para estelarizar una ópera en un teatro nacional.

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¿A quién le correspondía la planificación de una cobertura de esa magnitud? ¿Algún canal se planteó la posibilidad de realizar una producción especial sobre el tema? ¿Se buscó un periodista especializado para que lo entrevistara? Me dirán que tampoco se programa cobertura especial cuando nos visitan personajes políticos y por eso cuando llegó la expresidenta Michelle Bachelet, por ejemplo, hoy secretaria general adjunta de las Naciones Unidas y directora ejecutiva de ONU Mujeres, no se contempló una entrevista especial.

Editores y productores tienen la palabra. Pero lo que vimos, en el caso de Ecuavisa, estación que anunció una entrevista exclusiva con Malkovich, fueron dos de los siete minutos de la conversación que mantuvo Diego Spotorno con el actor, en la que se habló de la obra y como telón de fondo se le regaló un representativo sombrero de paja toquilla.

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Las demás estaciones se sumaron a lo que ocurre con frecuencia en el país cuando se aproxima un acto cultural: la nota a la llegada de los artistas, la rueda de prensa y la cobertura del hecho.

Veintisiete minutos, repartidos en tres días y cuatro estaciones de televisión privada, sirvieron para comunicar a los televidentes los entretelones de Las variaciones de Giacomo. Mientras la televisión pública omitió el tema –algo que no se entiende; después de todo, era un acontecimiento cultural–, el resto de canales insertó la información en los segmentos de farándula, llámense de Boca en boca, En contacto, Gente, Punto G o Cámbialo, compartiendo espacio con la farándula y bajo la premisa “nos ha llegado un artista de Hollywood al país”.

Si da lo mismo el anillo de compromiso de Sofía Vergara, las curvas de Jennifer López, el posible embarazo de Shakira y la obra de Malkovich, sin discernir el hecho, la trayectoria de cada uno o el lugar que ocupan en la producción escénica internacional, tenemos un problema, y ese es tratar con el mismo rasero a farándula, chisme y cultura.

Ahí se entiende que se dé un tratamiento similar a la vida privada de las estrellas que a una ópera, porque lo que importa, desde esa óptica, es el entretenimiento y no el aporte cultural que pueda tener cada suceso. Con esa lógica se asigna tiempo y espacio al show que demande más atención popular –léase rating–, y como la ópera de Malkovich fue concebida como un espectáculo más a cubrir, un personaje más a mirar, era fácil acercarse a la estrella, ponerle el micrófono, pedirle que repitiera palabras y que mandara un saludito a la cámara.

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Lo que vimos en la rueda de prensa no fue un hecho aislado. No fue solo falta de dirección y planificación, ni respondió a la escasa formación profesional de unos periodistas, sino que evidenció que vamos privilegiando el entretenimiento como valor supremo y nos insertamos en lo que Mario Vargas Llosa llama la civilización del espectáculo, que él describe como “la banalización de la cultura, la generalización de la frivolidad y, en el campo de la información, que prolifere el periodismo irresponsable de la chismografía y el escándalo”.

No se trata tampoco de ensalzar lo que para muchos fue un programa para la élite, si se mide por el idioma de la obra –el inglés–, el costo de las entradas –por sobre los 100 dólares– y la temática abordada –la historia del aventurero y escritor italiano del siglo XVIII Giacomo Casanova–, sino de hacer que esas manifestaciones culturales, a través del periodismo, sean en lo posible más cercanas al público.

Desde los canales siempre se puede argumentar que la agenda del actor no contemplaba tiempo y espacio para producciones especiales. Pero precisamente por lo prohibitivo del espectáculo, por lo alejado que pueden suponer temas de artes escénicas para la colectividad, es que la tarea consistía en hacer de ese hecho algo consumible para quienes no podían verlo en directo. Sin embargo, lo que se planteó desde la televisión fue una nota risueña, no educativa ni explicativa.

Ojalá lo sucedido nos sirva para reflexionar y enfrentar con mejor criterio el auge cultural que estamos viviendo.