Resulta desalentador que alguien que ha conseguido la primera magistratura del país no discierna los conceptos que transmiten las palabras. El presidente Rafael Correa ha ofrecido desistir de su demanda en contra de EL UNIVERSO si sus directivos aceptan que mintieron; si, en concreto, salen a declarar: “nos equivocamos”, “esto es mentira”, “es una injuria”. Mas no se alcanza a percibir dónde anida la falsedad, pues lo grotesco de este proceso judicial es que, si nos atenemos al significado de las expresiones verbales, el artículo “No a la mentiras” –piedra de toque de este embrollo– sostiene algo bien distinto de aquello que los acusadores creen que asegura.

El polígrafo Hernán Rodríguez Castelo –erudito ecuatoriano en materia de cultura, artes y literatura– ha realizado un análisis lingüístico de la mencionada columna de opinión, que es lo que debió hacerse desde el principio. Y es Rodríguez, con su autoridad académica, quien finalmente pone los elementos en un contexto inobjetable: en el cuestionado escrito, Emilio Palacio no está acusando directamente al presidente Correa; lo que hace es plantear una incriminación hipotética. Las marcas verbales de esa futuridad y suposición son más que evidentes y contundentes: “en el futuro”, “un nuevo presidente”, “podría”.

El país está malgastando tiempo, dinero, afectos y energías en un pleito que debería avergonzarnos como nación. Es de esperar que la Función Judicial entera se sienta abochornada no solo por rendir pleitesía al poder político sino por mostrar que sus jueces no saben leer y, si lo hacen, no entienden lo que leen, ya que todo este juicio nace por una interpretación sesgada del querellante. La otra causa en contra de los tres responsables de la conducción editorial, administrativa y comercial del periódico –que los señala como cómplices de un supuesto delito– ridiculiza a la misma justicia, pues en el mundo el único responsable de una opinión es aquel que la firma.

Bastaría, pues, un juez probo que acuda responsablemente a la fuente –y que lea una y dos veces el artículo de Palacio– para comprobar que el exeditorialista elaboró gramaticalmente su escrito de manera hipotética, y que se interrogue si es posible calumniar por medio de una hipótesis. El camino para que el presidente Correa conceda con magnanimidad el perdón al Diario es que los directores manifiesten: nos equivocamos, esto es mentira, es una injuria; les está solicitando –como en los peores momentos en la historia de las purgas revolucionarias– que se inculpen por algo que no han cometido.

¿En qué se equivocaron los directivos? ¿En haber mantenido como editor de Opinión a un columnista beligerante con el régimen? Si fue así, esto no constituye una fechoría; es un asunto interno de política editorial. ¿Cuál es el embuste, entonces, de los hermanos Pérez? ¿Les corresponde a ellos aseverar que Palacio mintió? Pero ya hemos visto que lo que se redactó fue una conjetura. La relectura sin fanatismo del artículo de Palacio confirma la sinrazón de la parte acusadora: literalmente no existe agravio. Por mucho poder que acumule un funcionario poderoso, no puede forzar la lógica para que los vocablos digan lo que él desea y no lo que en realidad dicen. Todo este litigio se basa en una mala lectura.