Nada vital surgirá si el griterío politiquero (y animalesco) nos posee y nos incita a descalificar a quien medio se cruza por nuestros caminos porque lo consideramos como una amenaza letal. De lado y lado, en las luchas por el poder, se generan unas excrecencias que rebajan la condición humana. Aunque suene a contradicción, debemos estar convencidos de que los acontecimientos políticos no son tan cruciales como parecen. Esto bien lo conocen los escritores que han tenido la honorabilidad de despreciar al poder por ser un hecho que puede volver ridícula la condición humana: la literatura les informa a los lectores que la vida no está en la política sino en otras partes.

La escritora británica Doris Lessing creció en la antigua Rodesia del Sur (hoy Zimbabue), un país preñado por prejuicios raciales extremos dominados, incluso, por la locura revestida bajo el manto de justicia. En el libro Las cárceles elegidas, la novelista sostiene que habitamos una época en que “estamos gobernados por oleadas de emociones de masas y que mientras duren no será posible plantear preguntas serias y objetivas”. Entonces, asegura Lessing, es hora de pasar a “la revolución apacible, basada en una observación desapasionada y precisa de nosotros mismos, de nuestra conducta, de nuestras capacidades”.

Hemos llegado a saber tanto y, sin embargo, somos tan primitivos. ¿Podemos imaginar que, junto al vocinglerío en que han devenido la revolución ciudadana y el socialismo del siglo XXI, existe un proyecto de cambio más importante y radical en cada uno de nosotros? ¿Se puede creer que alguien atrapado por la odiosidad, el revanchismo, la burla y la arrogancia pueda dirigir un proceso saludable y conveniente para una sociedad plural y diversa? ¿No es cierto que el concepto de revolución, en tanto modificación total, involucra también al lenguaje que desnuda nuestro interior? ¿Qué revolución es esta que desprecia el efecto curativo y conciliador de las palabras?

Impresiona que la razón sea excluida de las decisiones que tomamos, lo que nos coloca en el reino de lo salvaje. Según Lessing, “podríamos estar en una habitación llena de amigos queridos y tendríamos que saber que nueve de cada diez se volverán nuestros enemigos cuando lo exija la manada”. Y es muy difícil sostener en el rebaño las voces personales y libres. ¿Podrá cada bando decir alguna vez algo positivo del otro? ¿Podrán considerarse más importantes las intervenciones disidentes que las del grupo? En las guerras verbales e ideológicas el primer caído es la verdad, pues, con tanto fuego cruzado, ya no es posible sacarla viva del combate.

Las masas se insultan, se enfrentan y se aúllan; en cambio, para Lessing, el jefe está llamado a apelar a los instintos más elevados de una nación. Por eso ella señala que la calma es una virtud suprema: “Cuando estamos en plena exaltación, en pleno entusiasmo partidista, nunca aprendemos nada acerca de nada”. Solo con la lucidez de escapar de la corriente y de lo que cree la mayoría se producirán ideas que sean válidas y útiles para una adecuada transformación. Por eso la mejor respuesta al pensamiento trillado es la disidencia y “ese modo apacible, frío, crítico y escéptico que es la única actitud posible para un ser humano civilizado”.