El intendente de Policía del cantón Cuenca seguramente pensaba que el resultado de sus acciones tendría un gran despliegue en los medios de comunicación, y por eso les puso el señuelo. Se enteró de una fiesta privada en una discoteca, fiesta que para muchos era pública: la elección de Miss Gay 1997. E invitó a reporteros de televisión para que acompañen el “operativo”.

Cerca de la medianoche, intendente, policías y periodistas ingresaron a la discoteca, en pleno Centro Histórico de Cuenca, y ante sus rostros de asombro, su moralismo, su temor interno por descubrirse en el otro, detuvieron a decenas de asistentes, incluido Pedro, que aquella noche ganó el concurso. Claro que al día siguiente las tomas al interior del local desaparecieron, por inconvenientes para ciertos círculos sociales y políticos cuencanos.

A los desapadrinados los trasladaron al Centro de Detención Provisional de la Policía Nacional, a una denigrante celda conocida como de “delincuentes comunes”. Este calabozo se hallaba justo en frente del de los infractores menores, como los de tránsito, pero con frecuencia era utilizado para atemorizar o aleccionar a quienes, a discreción del custodio de las llaves, debían pasar por ese “bautizo”.

Pedro –me lo confesó tres días después en su gabinete de belleza donde se ganaba la vida– fue violado una y otra vez. Lo violaron hasta el amanecer. Hasta cuando al custodio de las llaves se le agotó la venta de preservativos. Los detenidos en el operativo del Intendente y la prensa fueron más de cincuenta, y Pedro llevó la peor parte.

Pero hubo otra facción de comunicadores que asumió el tema con espíritu crítico. Y dio espacio a los movimientos sociales que se formaron en torno al hecho. El objetivo era dejar sin armas legales al intendente en cuestión y los que vengan después: se demandó la inconstitucionalidad del artículo 516, inciso primero, del Código de Procedimiento Penal del Ecuador que tipificaba como delito la homosexualidad.

El mentado artículo decía: “En los casos de homosexualismo, que no constituyan violación, los dos correos serán reprimidos con reclusión mayor de cuatro a ocho años”. En septiembre de 1997 el Tribunal Constitucional aceptó parcialmente la demanda y se despenalizó, también parcialmente, la homosexualidad.

La batalla legal que las organizaciones de gays, lesbianas, bisexuales, transexuales y transgénero (GLBT) emprendieron, apuntó no solo a demostrar que la homosexualidad no es un delito, sino que tampoco es una enfermedad. La propia Organización Mundial de la Salud, OMS, se ha pronunciado descartando la creencia de que esta opción es una enfermedad.

Sin embargo, y pese a los años transcurridos, parece que nada ha avanzado, confirmando que los procesos de cambio no son una solamente cuestión de legislación, sino fundamentalmente de educación.

Porque si bien ahora la intolerancia ya no tiene al artículo 516, inciso primero, para justificar sus “operativos”, la tendencia a creer que la homosexualidad es una enfermedad parece haber crecido. Por ello se ha denunciado la existencia de 300 centros dedicados a “curar” la “enfermedad de la homosexualidad”.

Debemos recuperar estos últimos 14 años en materia de tolerancia y convivencia. La vida es muy corta como para perderlos a razón de indiferencia.