BARCELONA, España

En octubre de 1943 el fotógrafo húngaro Gyula Halász, conocido como Brassaï, lleva al escritor Henri Michaux a visitar a Picasso. Al salir, Brassaï comenta que no ve a ningún sucesor de Picasso entre los jóvenes pintores, a lo que Michaux responde que está de acuerdo en parte porque no se puede pretender lo mismo, y añade: “sus monstruos ya no nos inquietan”. Menciono su conclusión porque es cierto que Picasso está tan visto que sus monstruos no inquietan, lo que no quiere decir que no siga presente el más inquietante: él mismo.

La exposición que se está realizando en uno de los tres museos del pintor español, el de Barcelona, titulada Devorar París. Picasso 1900-1907, se detiene en el momento de su llegada a Francia. El verbo devorar no es una exageración porque el pintor de diecinueve años engulle lo que ve y lo transforma. Y qué ve Picasso: las pinceladas gruesas y entrecortadas de Van Gogh, la nocturnidad oblicua de Toulouse-Lautrec, el sentido del volumen en Rodin, la figuración inquietante de Puvis de Chavannes, entre otros artistas por los que se deja, felizmente, influir. Digo felizmente porque no lo paraliza la idea restrictiva de querer ser español a ultranza, de pintar temas adecuados a su origen, de ser representativo de su ciudad. Más bien ocurre lo contrario: adopta una actitud abierta y absorbente. Aunque la exposición se cierra en 1907, lo cierto es que Picasso seguirá haciendo lo mismo a lo largo de su vida. Cincuenta años después se aplicará a recrear Las Meninas de Velázquez, así como otras obras de varios pintores. Picasso siguió siendo el monstruo de las influencias, del plagio creativo al que urgía Lautréamont. Que en esta exposición se pueda tener al lado de sus obras los cuadros inspiradores de Van Gogh y de otros pintores, permite conocer al artista indomable que escapó de etiquetas, porque acaso siempre supo que es más creativo dejarse llevar por la imaginación y el talento más que por una idea preconcebida, estrecha y resumible.

Entre la bibliografía agotadora sobre Picasso, prefiero un libro, el de Brassaï. Sus Conversaciones con Picasso entre 1943 y 1947, con un salto final a 1960, son los encuentros con el pintor de mil estilos. No podemos reconocer a Málaga en sus obras, sino la mirada de un malagueño que asimiló el mundo y nos lo devolvió enriquecido, descolocado, fragmentado y, al mismo tiempo, recompuesto para perdurar más allá de una noción de identidad geográfica. Lo mismo que ocurre, saltando a nuestro continente, con pintores como Matta, Cuevas, Obregón, Szyslo o Araceli Gilbert, siempre al margen del latinoamericanismo políticamente correcto.

Se lo dijo Picasso a Brassaï: “Lo que surge, independientemente de mi voluntad, me interesa más que mis ideas”. Esta sigue siendo su gran lección en estos tiempos donde solo parece esperarse el testimonio gentilicio, la identidad predeterminada, la fiesta local de etiqueta dócil. El monstruo más fascinante y más vivo tiene mil cabezas para no ser domesticado con la corona de una idea fija. Cuando creemos atraparlo se escapa y nos guiña el ojo sonriendo, mientras dice: no te duermas, que esto solo es el principio.